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La máscara rota es una compilación de cuentos y ensayos (así como otro tipo de contenidos) de diferentes autores y sobre diversas temáticas que se publica periódicamente en esta plataforma.

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  • Edipo y la contradicción

    Por Andrés Carrero

    La tragedia de Sófocles es abundante en contradicciones, en fuerzas de diversos tipos que se enfrentan unas con otras. La salvación de la ciudad y la perdición del individuo; la visión que ignora y la ceguera que ve; el ingenio admirable que resuelve enigmas y la oscura adivinación que le muestra al hombre su verdadero rostro. Estos elementos se relacionan en la obra como caminos distintos que se van cruzando: al final las fuerzas contrarias terminan siendo una sola. Cada paso que se da para alcanzar un bien mayor es también un paso hacia una desgracia. Esta condición en la vida de Edipo, sin embargo, descansa sobre una causa concreta, también contradictoria y compleja: el camino hacia la salvación de la ciudad es el camino hacia la perdición de Edipo porque él mismo es el mal que afecta a la ciudad, él mismo es la peste de la que hay purificarse. En cierto sentido, el destierro de Edipo es la única medicina, la verdadera cura, pues él era la enfermedad.

    Podría decirse que esta obra no solo es una tragedia sino una especie de novela de misterio: un hombre de ingenio laudable tiene que resolver el enigma de un asesinato para liberar a la ciudad de un mal. Conforme el misterio se va desenvolviendo, la desgracia deja de ser un asunto externo, una mera tempestad que afecta a un pueblo, un simple crimen ya casi olvidado, sino que se va transformando en una revelación, en un reconocimiento de la propia alma, de la propia maldad. La obra misma, entonces, se va transformando, va mutando de novela policiaca en una especie de confesión, la obra se va alejando cada vez más del ingenio deductivo de Edipo para adentrarse en las oscuras revelaciones de los oráculos y los adivinos. Incluso es una obra en la que se muestra la incapacidad del razonamiento, de la inteligencia de un rey sensato: los reconocimientos sobre sí mismo se le van mostrando a Edipo por medio de voces extrañas, como las de los mensajeros y los adivinos. Edipo no es capaz de ver lo que tiene ante las narices; está ciego para lo que es más próximo. La verdad de sí mismo tiene que venirle de afuera. El problema al que se enfrenta ya no puede resolverse como un enigma más: ya no es una pregunta ajena sobre el actuar de otros hombres, en otros años ya muy lejanos; es el reconocimiento de sí mismo, de su origen y de su destino. Así, Edipo va abriendo los ojos, poco a poco, para finalmente verse en el espejo: era él mismo el criminal cuya sombra perseguía; va abriendo los ojos no para ver algo externo, sino para volver la mirada hacia sí mismo. De cierta forma el hombre sensato y lúcido se va haciendo un adivino oscuro. Diversos caminos terminan cruzándose entre sí para hacer uno solo.

    Pero de nuevo la obra muestra una contradicción, un choque de fuerzas misteriosas que llevan al rey de desgracia en desgracia: en cuanto Edipo logra los más difíciles reconocimientos, en cuanto logra resolver el enigma que él mismo es, en cuanto puede ver, cae en la ceguera arrancándose los ojos de las propias cuencas. No deja de ser interesante, entonces, que la luz haya terminado por enceguecer a Edipo, que cuando el asunto por fin se esclareció él haya caído en la penumbra más absoluta. Sófocles es un maestro de la fatalidad, del horror y el abismo de las propias decisiones. El mal, en todo caso, no viene de afuera, no es un extranjero.

    Que Edipo, habiendo alcanzado la verdad, la luz, haya tenido que sacarse los ojos es también un signo de la purificación, pues son los ojos, la vista, tal y como saben Platón y Aristóteles, el sentido que más nos muestra, que más nos conduce a ver lo común y lo diferente, el engaño y la verdad. Es la visión, el ingenio, la curiosidad, la necesidad de saber, lo que termina destruyendo a Edipo: su gran atributo es la causa de su desgracia, su gran virtud es también el principio de su destrucción. Lo mismo ocurre con el destierro: había que liberar a la ciudad de lo que suscitaba la peste y, por eso, el asesino tuvo que ser desterrado; el rey tuvo que hacerse mendigo. Signo de una purificación tal es también el suicidio de Yocasta, que se apuñala el vientre, pues es el suyo signo de la maldición, del incesto, de una maldad que no tenía que gestarse.

    Esta obra de Sófocles enseña, entonces, que la vida se parece a un cruce de diversos caminos, llenos de contradicciones, que solo conducen a uno mismo, al reconocimiento de sí.

  • La domesticación de la cultura en nuestro mundo feliz

    Por: Simón Palacio Echeverri

    Erika Steiskal – Un Mundo Feliz

    “But I don’t want comfort. I want God, I want poetry, I want real danger, I want freedom, I want goodness, I want sin.”
    “In fact,” said Mustapha Mond, “you’re claiming the right to be unhappy.”
    “All right then,” said the Savage defiantly, “I’m claiming the right to be unhappy.”
    Aldous Huxley, Brave New World

    Ha pasado casi un siglo desde que Sigmund Freud publicó su obra el Malestar en la cultura, interpelado por la extraña tendencia humana de luchar contra la cultura que ha moldeado su psique y que lo ha llevado a vivir una vida más segura que aquella que podría tener sin ella y que le permite vislumbrar parajes espirituales inconcebibles para el animal sin cultura. Por un lado, el hombre se opone a la cultura pues por su misma naturaleza ella le pone límites la libre satisfacción de su eros y a sus deseos más egoístas y le impone mandamientos de altruismo y de sacrificar sus propias satisfacciones a cambio de la comunidad, muchas veces a expendio de su propia felicidad. Coacciona los fines del eros y reprime o redirige esta energía primordial. Aunque lamentable, la cultura no se preocupa por la felicidad individual, pero no por eso se implica que ella necesariamente va a prescindir de ella. Estas restricciones impuestas por la cultura inevitablemente van a causar una reacción en el yo coartado que puede devenir en resentimiento pleno contra la cultura abogando por un deseo de volver a un estado de plena naturalidad (que por sí ya es una ilusión).

    Por otro lado, hay una amenaza aún más insidiosa y siniestra contra la cultura, una pulsión opuesta al eros creador de cultura: el tánatos o pulsión de muerte. Mientras que por un lado el hombre tiene una tendencia a crear y a disolver las diferencias creando unidad, en fin a servir al amor, también tiene un instinto destructivo primario que busca disolver unidades y destruir tanto lo otro como a uno mismo. Este es el tánatos, enemigo por excelencia de la cultura y el monstruo que ella pretende encerrar en el armario. Cómo fuerza primordial, el tánatos no puede ser destruido, y meramente reprimirlo no va a tener otra consecuencia que su explosión fuera de control. Esto lo vio Freud mismo cuando la moral victoriana dio a luz a la Gran Guerra y el Malestar mismo se escribió en auges de uno de los brotes más descontrolados de tánatos en la historia. Pero eso fue pasado, sobrevivimos a esos momentos y la humanidad aprendió de sus errores y ahora limita el escenario de los genocidios a los países de tercer mundo.

    El mundo ha cambiado desde que se escribió el Malestar en la cultura, un siglo no pasa sin dejar su marca en el hombre, empero la cultura no está hoy más a salvo de lo que estaba en tiempos de Freud, así sus amenazas hayan cobrado formas muy distintas de las que tenían en sus tiempos. Este libro no es un meramente un diagnóstico de la cultura a principios del siglo XX, el paso del tiempo no ha vuelto obsoleta esta obra cuyos instrumentos son igual de pertinentes para hacer un diagnóstico para comienzos del siglo XXI, como lo fue en el periodo interbellum.

    En principio, las dos épocas no podrían ser más distintas. Aunque libres de la moralidad victoriana, la moral de esos tiempos era conservadora comparadas con las de los tiempos modernos. Vivimos en un mundo post-revolución sexual, el individuo es exaltado por encima de todo y cada día le ofrecen mil y un productos diseñados específicamente para lograr su realización personal, la religión ha sido relegada a un hobby peculiar, cada hombre es libre de comprar su moral e incluso se ha librado de las terribles imposiciones de la higiene. A primera vista, es un paraíso para el eros; ya no tiene que coartar sus fines, es libre de alcanzar la satisfacción directa e inmediata de sus deseos, pero, me atrevo a decir que esto lo hace a expensas de su potencia.

    Para poder crear la cultura, es necesario que el eros no se gaste completamente en satisfacción inmediata. Si todo él se invirtiera en satisfacer los instintos más animales y puramente genitales, no habrá suficiente eros para invertir en las obras superiores de la cultura. En el mundo feliz que nos ha dado el capitalismo, la satisfacción está fuera de restricción, y el hombre se ha infantilizado tanto que ya no hay felicidad fuera del alcance de una tarjeta de crédito. El eros del hombre se ha vuelto perezoso e indolente, la sublimación se vuelve cada vez menos apetecible pues para la satisfacción no necesita coartar sus fines. El superyo no sólo se ha vuelto menos represivo, lo cual es deseable, sino que ha perdido se fuerza en general y ya no sirve siquiera de ideal al cual aspira el yo. Hoy, la economía del eros se ha vuelto otra parte del mercado, y la sublimación, la belleza y el puro amor (no sólo el éxtasis, sino el horror que él conlleva) no venden. Si es cierto que en los pueblos y los hombres la virtud y la prosperidad son indirectamente proporcionales, la prosperidad material de nuestros tiempos ha sido pagada con nuestra riqueza espiritual. Pero no sólo se ha vuelto perezoso eros; de la mano de la sociedad de la producción y el consumo, él se agota en la producción misma y se satisface en el consumo, tal como señaló otro de los maestros de la sospecha. El eros, entonces, se torna en mera comodidad que se agota en el trabajo y en las pasiones más animales, perdiendo así su poder emancipatorio.

    Detrás de la cortina de este mundo feliz hay otro monstruo que acecha. Con este creciente triunfo de un eros perezoso ha venido una creciente tendencia de reprimir el tánatos en lugar de controlarlo. En todos los ámbitos de la vida esta tendencia se encuentra: las películas de Disney, que remplazan los cuentos de hadas que transportaban a niños y adultos a un reino peligroso, con un parques temáticos de azúcar sin hiel, han moldeado la infancia de varias generaciones; el lenguaje políticamente correcto crea una censura en la garganta que prohíbe que la oscuridad del pecho se dé a conocer; un pacifismo burdo que se sustenta en una ilusoria igualdad de los hombres y en una falsa bondad innata, es la lingua franca de los hombres de hoy; incluso la culpa, el cauce interno del tánatos que perdona al resto de los hombres, ha sido censurada con tal ahínco que hoy se considera absurdo padecer de ella. Incluso en el ámbito más literal, la muerte se ha vuelto taboo. Con la creciente sanitización de la muerte y desaparición del duelo y el luto como momentos de vida, la muerte se ha vuelto un fenómeno cada vez más invisibilizado, en el que ella nos llega abandonados en hospitales acompañados sólo por enfermeras entrenadas para ver lidiar con ella. Esta represión del tánatos está comenzando a mostrar sus brechas. Lo que tantos años de represión del instinto de muerte vayan a traer aún queda por ser visto. Si las guerras mundiales nos indican algo, no será un asunto civilizado.

  • ¿Como así que no?

    Por: Pablo Santiago Ruiz

    Se bajó a dos cuadras de su casa, y hasta sintió el impulso de explicar que lo hacía porque el cielo había despejado y la brisa invitaba a pegarse una caminadita. El taxista no le hizo mucho caso, y arrancó a mitad de su oración en cuanto barajó las monedas de la devuelta. Caminaba zigzagueando entre los charcos. Como no recordaba la letra, procuró animarse murmurando la melodía de esa canción tan pegajosa, esa misma que apenas hace unas horas coreaba a todo pulmón. A su paso las cortinas se descorrían lo suficiente como para espiarlo sin compromiso, no que él reparara en la atención de sus vecinos. Se entretuvo con las volutas de vapor que soltaba en el aire congelado, y así cayó en cuenta de lo mucho que se le antojaba un cigarrillo. Ya se los había fumado todos, pero creía recordar que todavía le quedaba una cajetilla atrincherada en el fondo de su mesa de noche. 

    Se imaginó metiendo las llaves, girándolas y escuchando el clic de bienvenida; luego quitándose las medias ensopadas y arrancando el plástico de su última veintena de cigarrillos. Con eso quedaría satisfecho para roncar hasta el mediodía. Menos mal no tenía que trabajar sino hasta por la tarde. Continuaba avanzando, las manos en los bolsillos y los pómulos rojos de lo fríos. A cada paso las suelas se le hundían en el barro, y cuando las despegaba hacían un ruido como de ventosa. Apretó las llaves en su puño. El afán comenzaba a sabotear su buen humor. Sé arrepintió de bajarse del carro antes de tiempo por una carrera igual de cara. Menos mal ya estaba a unos pasos de su puerta. 

    A su lado se veía diminuta. Con una mano se apoyó sobre el marco y con la otra sacó sus llaves. Los postes de luz lo ayudaron a dar con la torcida, la única copia para esa cerradura. Pero cuando quiso meterla se le resbaló de entre los dedos. La columna le tronó al agacharse. Se levantó, y ya no le hacía gracia que el aire lo hiciera botar humo, ni que sus dedos estuvieran entumecidos, ni que su cuerpo le estuviera exigiendo acostarse en su cama para detener la tembladera. Solo quería meter las llaves; ya su buen humor había desaparecido. Esta vez las arrimó y pegó la punta antes de empujar, muy despacio, por el agujero negro; no fuera a ser que se equivocara nuevamente.

    Pero la llave penetró en su mano y no en la puerta. La rabia trasladó el ardor de sus mejillas hasta su nuca. Apoyó la cabeza contra la lámina, muy despacio, dejando que el metal le quemara la cara. Colocó su mano sobre la chapa y cerró el puño. Esto no podía estar pasándole. No hoy. Acarició el orificio con los nudillos, y aunque no estuviera empujando, tensaba tanto los músculos que el codo le comenzó a palpitar.

    Extendió el brazo fuera de la sobra de su umbral, y verifico estar usando la llave correcta. El mundo le daba vueltas, pero no le cupo duda que se trataba de aquella, la torcida, la que había usado toda la puta vida para abrir la misma puta puerta que ahora tenía enfrente y se interponía entre él y algo de calor. Picoteaba cada vez más rápido; sus dedos se le torcían a la derecha, y entonces compensaba para la izquierda, pero como se excedía, se volvía a pasar, así de un lado para el otro, rasguñando el hueco sin éxito al son de un tintineo exasperante. Pegó el primer manotazo. Ella se hundió. Rápidamente el silencio se tragó el eco, y en un instante volvió a reinar el zumbido eléctrico de las luces en los postes. 

    Comenzó a lloviznar. No tenía sentido intentarlo con otras llaves, pero aun así ensayó con todas. Dos entraron a la brava y una se reventó dentro de la chapa; se cortó el dedo sacando el pedazo atascado. Esta vez la golpeó con el puño cerrado ¿Cómo así que no se iba abrir la malparida esa? Meter las llaves, abrir la puerta, destapar los cigarrillos, fumar y dormir; ese era el plan, un plan sencillo; no había derecho a que se lo negaran, no con ese frío tan hijueputa haciéndole castañear los dientes.   

    Sus botas cargaban ya varios años, y sin embargo, fuera de las salpicaduras de pantano aparentaban estar nuevas, todo gracias a las placas de metal que reforzaban la punta. Con esa misma punta le dio una, dos, tres veces. Entre más duro le daba, más rajadas y sanguinolentas le quedaban las uñas, y más duro le provocaba seguir pateándola. Ella resistía impasible. Puso a ladrar a los perros e hizo encender algunas luces, mas prefiriendo no entrometerse en asuntos ajenos, la mayoría de vecinos hacía como si nada, cerrando los ojos y procurando conciliar el sueño. No era la primera vez que él tenía problemas con su cerradura. Sería cuestión de paciencia. Luego de unas horas, media cuadra seguía en vilo cuando sonó un portazo. Con eso supieron que todo había terminado.

    Al día siguiente él salió a trabajar con los labios resecos y dolor de cabeza. Todos pensaron lo mismo tras verlo cojear y cerrar tras de sí una puerta abollada, embarrada y apenas sostenida por unas bisagras medio reventadas. Los niños se apartaban de su camino, y los madrugadores se sentían indignados por el trasnocho involuntario. Y sin embargo nadie se atrevía a mirarlo de frente, mucho menos expresar el menor indicio de reproche. En alguna ocasión habían llamado a la policía, pero para cuando llegaron a revisar ya se habían hecho las reparaciones. ¿Qué más podía hacerse, si ella no hablaba? Tampoco valía la pena echarse un problema encima. No por una simple puerta. 

  • Sobre si es mejor ir a terapia o suicidarse de una vez

    Por Andrés Carrero

    Si uno lo piensa bien, el científico no es el ser más inteligente de la sociedad, como se suele creer, sino que es el más bruto. Es el más lento en reconocer verdades que los hombres comunes reconocieron incluso siglos antes. El último en descubrir las revelaciones científicas siempre es el científico, el más bobo de la sociedad. La religión, la brujería, el arte y la filosofía siempre saben con mucha anterioridad lo que el científico después de años de investigación descubre y demuestra. Y si uno se tiene que esforzar tanto para llegar a reconocer lo que los demás ya reconocieron, entonces no queda más que aceptar que uno es bobito.

    Desde hace años los científicos, psicólogos y médicos, le han impuesto a la sociedad mundial una nueva gran preocupación, un nuevo gran problema, un nuevo gran misterio por resolver, una nueva superstición: la enfermedad y la salud mental. Los científicos no solo inventaron un problema gravísimo sino que se pusieron a sí mismos como la única solución posible, la única salida racional y real de un problema falso e ilusorio. Ya  no solo piensan y descubren grandes verdades, sino que también son bondadosos salvadores, que por supuesto cobran bien caro por sus milagros. Es que la mejor manera de imponer el poder propio es ofrecerse a sí mismo como salvación, como solución final. Al menos en eso no fueron tan lentos.

    Ahora todos están convencidos de que necesitan ir a terapia, ahora todos creen en el gran problema de la salud mental, ahora todos son una mano de deprimidos que se quieren matar. Pues que se maten. ¿Y no sería bueno eso, que se mataran de una vez? ¿No debería el suicidio ser una política pública en vez de ser una epidemia? ¿No aceptan todos que hay un gran problema de escases de alimentos y un grave problema de pobreza en ciertos países? Si se fomenta el suicidio, digamos que con bonos y pensiones vitalicias para las familias de los muertos, ¿no se contribuye a facilitar la redistribución de las riquezas, erradicar el hambre, el desempleo, la brutal competencia de nuestro sistema? Si aumentamos radicalmente las tasas de suicidio, ¿no disminuimos radicalmente las tasas de contaminación? ¿No se disminuyen los problemas de tráfico en las ciudades? No vayas a terapia, mátate de una vez.

    Como todos creen en el gran problema de la salud mental, en la epidemia de la depresión, entonces por pura lógica todos creen en la terapia, en los psicólogos, en los psiquiatras, en sus tratamientos y sus drogas, en sus hechizos y sus pociones. Y para mí eso no es ningún problema; antes bien, yo soy un gran defensor de las supersticiones y creo que enriquecen la vida humana tanto como cualquier conocimiento científico.

    Pero en vez de ir a terapia y pagar por la salvación como buenos cristianos, por qué no nos detenemos a pensar quiénes son en verdad los que sufren la misteriosa depresión, quiénes son los que se están matando a diario, quiénes son los que nos dejan sus cuerpos para que la sociedad se encargue de recogerlos y ocultarlos con vergüenza, primero en sanatorios mentales y después en cementerios.

     Excluyamos a los despechados y a los que perdieron a sus queridos, pues el desamor y la muerte de los amados son los dolores supremos que la vida nos depara, ¿quiénes quedan entonces? ¿No son en su gran mayoría, o por lo menos en una gran cantidad, los endeudados, los negros, los indigentes, los exiliados, los presos, los desplazados, los homosexuales, los travestis, los desempleados, los gordos, los anoréxicos, los hijos que sufren violencia familiar, los discapacitados, las mujeres violadas, los adolescentes reprimidos y agotados por el colegio o la universidad, los trabajadores explotados y humillados, los drogadictos, los marginados?

    ¿Y no son ellos, además de los deprimidos y los suicidas, probablemente fracasados (porque si hay algo cierto es que los suicidas tienden a ser muy poco eficientes para matarse), los perseguidos por la sociedad, los que sufren las consecuencias de nuestra forma de vida? Y si al parecer a esta gente la sociedad la odia tanto, ¿entonces por qué vemos su suicidio como un grave problema? ¿Por qué la sociedad buscaría (por medio de instituciones, programas, hospitales) la salud de los seres que ella misma desprecia? ¿No hay allí algo raro, contradictorio, incluso hipócrita?

    En cualquier caso, si no se suicidan, siguen existiendo altas probabilidades de que alguien los mate o que mueran precozmente por otras causas. De qué sirve ir a terapia para curarse de la depresión y evitar el suicidio, si de todas formas la estadística augura una muerte temprana para una gran cantidad de presos, de negros, de exiliados y de transexuales. ¿No sería, entonces, más fácil y menos hipócrita para la sociedad ahorrarse el trabajo de curarlos y simplemente dejar que ellos mismos se encarguen?  ¿No sería mejor olvidar de una vez todo eso de la salud mental y que la depresión haga el trabajo sucio? Incluso los soldados y policías, los valientes héroes de las naciones, ¿no quedan muchos de ellos completamente traumatizados y débiles después de ejecutar masacres y atrocidades contra poblaciones enteras? ¿No se vuelven alcohólicos y drogadictos después de cumplir con el deber? ¿Estos hombres fuertes no tienen que ir también a terapias como cualquier otro idiota llorón que no puede soportar su realidad? ¿Para qué perder el tiempo juzgando y castigando sus crímenes de guerra si la naturaleza sola puede hacerlo?

    Aquí la verdad es que una gran cantidad de los suicidas, por no decir la mayor parte, son un producto natural de los pilares de nuestra sociedad, de sus instituciones fundamentales, de su división en clases: los bancos, los colegios, las universidades, las fábricas, las oficinas, la cárcel, la familia, el ejército, cada una pone su grano de arena para que la gente desista del deseo de vivir, cada una contribuye a llenar los hospitales y los cementerios. Es curioso, por decir lo menos, aunque no es muy sorprendente, que los suicidas se correspondan con los individuos cuya vida la sociedad, las instituciones y la moral se encargan de entorpecer y despreciar, los individuos cuya existencia misma está en constante contradicción con la sociedad en la que viven, sea porque pertenecen a determinada clase, sea porque pertenecen a determinada comunidad. Son los individuos cuya vida la sociedad se encarga de hacer miserable.

    El gran misterio psicológico ya no parece ni tan misterioso ni tan psicológico. ¿Por qué en nuestra sociedad un endeudado o un desempleado se querría matar? Pues porque apenas puede sobrevivir, apenas puede mantenerse con vida y poner un pan en su boca. ¿Por qué un preso se deprime y se suicida? Pues porque le han quitado todo lo que hacía que su vida fuera deseable, la libertad. ¿Por qué una persona que pasa por lo menos una tercera parte del día en un trabajo miserable se querría suicidar? ¿Por qué hay empobrecidos, marginalizados, humillados que no quieren vivir? La cuestión científica se vuelve entonces una perogrullada trivial que cualquier idiota puede resolver.

    Cuando se habla del suicidio como una epidemia, como un grave problema que afecta a una gran cantidad de la población, de inmediato nos enloquecemos y nos convencemos de que en efecto es una epidemia, una peste que ha surgido en la naturaleza y que desgraciadamente se ha extendido hasta el mundo humano. Es lo que nos tocó, nada se puede hacer. El suicidio es otro virus propagándose de pueblo en pueblo. Necesitamos una vacuna, un medicamento. A nadie se le ocurre que tal vez es solo una consecuencia natural de la forma en que la sociedad vive, que la depresión y el suicido no es la enfermedad sino el síntoma, que no se trata de una epidemia que de repente comenzó a invadir los cerebros humanos, sino que también se trata de una creación humana. ¿Por qué los banqueros, los senadores, los presidentes, los generales y coroneles, los grandes empresarios, los terratenientes no se están suicidando? ¿por qué la epidemia no llega a sus casas? Porque de pronto no es ninguna epidemia ni ninguna enfermedad mental.

    Pero aceptemos que la enfermedad existe y entonces miremos qué han hecho los salvadores de nuestro mundo, los nuevos profetas de la salud y la felicidad. ¿Qué hicieron? Crearon el hospital mental, del que nació el consultorio, y crearon el fármaco antidepresivo. Esos han sido sus tres milagros, sin contar la moda de ir a terapia, que en cualquier caso solo la clase más adinerada de la sociedad puede pagar.

    Miremos de reojo el hospital, que es más grande y, por lo tanto, más fácil de observar. A este le pasa lo mismo que a la cárcel y el colegio. Las cárceles están hacinadas, todos los días son encerrados más criminales, violadores, asesinos, ladrones; y sin embargo, vemos no solo que el crimen no disminuye sino que incluso en diferentes periodos aumenta. Los colegios y las universidades están llenas, cada vez hay más gente educada, bachilleres y profesionales, y cada vez existen más posibilidades de que la gente se eduque y, sin embargo, vemos que la estupidez no merma, en cada esquina uno se encuentra un bobazo con incluso dos o tres títulos académicos.  Es claro que tanto la cárcel como el colegio y la universidad son instituciones fallidas, no cumplen su propósito o por lo menos no el que le prometen abiertamente a la sociedad.

    La justicia y la educación son una mentira. Sus tortuosos métodos no dan los resultados que prometen. Pero miremos cómo le va a la salud y al sanatorio mental, por lo demás muy parecido en su infraestructura y burocracia a un colegio y a una cárcel.

    Cualquiera que conozca algo de hospitales y sanatorios mentales se habrá encontrado con una situación muy peculiar: para una gran cantidad de recluidos no es la primera ni la segunda vez que llegan a un hospital mental, sino que fácilmente puede ser la cuarta, quinta, sexta, séptima vez que un médico recomienda el encierro. ¿No es esto algo curioso? Incluso hay muchas personas que son recluidas en hospitales mentales varias veces al año por varios años o que llevan recluidas muchos años.

    ¿Por qué llamaríamos medicina a unos tratamientos bastante severos y muchas veces humillantes (el encierro siempre es una brutalidad y no es la única brutalidad de los hospitales) que, sin embargo, hacen que sus pacientes tengan que someterse a ellos repetidas veces, una y otra vez, hasta que después de muchos años de entrar y salir terminan matándose de igual forma, por no hablar de la gran cantidad de locos que se matan directamente en los hospitales? ¿Por qué llamaríamos medicina a un tratamiento que muchas veces no sirve para nada y del que tampoco se pueda decir con certeza que fue su aplicación lo que trajo la cura, lo que evitó la muerte? ¿Acaso es la depresión tan invencible como el cáncer en sus peores estados, tan invencible que ni si quiera los tratamientos más radicales, como el aislamiento social y la constante medicación, son eficientes? ¿No será que los tales tratamientos ni siquiera son tratamientos, sino solo la satisfacción de un deseo de encerrar a ciertas personas, de ocultarlas de la sociedad así sea por unos meses? De nuevo recordemos quiénes son los que en la sociedad se suicidan. ¿No son personas que de por sí ya están encerradas y reprimidas? ¿No son casualmente seres que de por sí la sociedad quiere encerrar y ocultar?  ¿Y no es el hospital mental una institución muy adecuada para ese propósito?

    Si una persona tiene que recluirse repetidas veces en un hospital mental, si tiene que vivir saliendo y entrando para finalmente suicidarse, entonces es claro que la reclusión no lo está curando, es claro que no le ha quitado el deseo de matarse.

    Aquí el problema no es el error, el hecho de que se esté sometiendo a mucha gente al encierro, la terapia y la medicación sin que esto de verdad le traiga salud. La medicina siempre ha sido algo experimental y esto la ha llevado a cometer atrocidades, homicidios y torturas. La historia de la medicina es una historia de crueldad y la crueldad siempre ha sido una fuente importante del conocimiento. Ese problema de la crueldad, sin embargo, a mí no me interesa. Aquí el problema es la hipocresía, es que lo que todavía parece un montón de experimentaciones se está ofreciendo como una solución verdadera y eficiente, una cura irrefutable, cosa que claramente no es.

    Siempre puede uno cuestionar: si la salud mental no está ayudando a sus enfermos, pues se siguen matando a pesar de los tratamientos, ¿a quién está ayudando? ¿Por qué se insiste tanto en algo que no produce los beneficios que promete? ¿No es el problema de la salud mental un gran chivo expiatorio para ignorar, consciente o inconscientemente, los profundos problemas de nuestra sociedad y lo que sus instituciones hacen a los individuos? ¿Las palabras pandemia, epidemia, crisis, no son expresiones que suscitan el miedo y el horror y que, en consecuencia, impiden pensar la verdadera causa de los problemas?  Solo hay dos posibilidades: o el problema médico de la depresión y el suicidio es peor que el del cáncer o simplemente la medicina no da con las verdaderas causas de los problemas y por lo tanto sus artificios no son adecuados y la sociedad seguirá produciendo suicidas de forma misteriosa.

    Los hospitales mentales están llenos, los consultorios psicológicos y psiquiátricos atienden a personas deprimidas día y noche, los psiquiatras inundaron las ciudades y las almas con fármacos antidepresivos, cuyo único beneficio real en la vida humana es que postergan la eyaculación; pero los suicidas siguen ahí, matándose unos tras otros incluso después de haber pagado duros tratamientos, soportado largos encierros, y haberse convertido en farmacodependientes en nombre de la salud.   La terapia ha sido tan eficiente como el suicidio para reducir la cantidad de personas deprimidas, solo que suicidarse es mucho más barato, así los deprimidos tengan que intentarlo tres o cuatro veces antes de lograrlo. En cualquier caso, después de siglos de investigaciones, los psicólogos y psiquiatras van a descubrir las clases sociales, la opresión sobre ciertas comunidades y sus consecuencias en los individuos. Después de mirar incontables veces el cerebro humano y la conducta del individuo van a descubrir que ni el hambre ni la humillación ni la explotación son la fuente de la felicidad sino que son la causa de que merme el deseo de vivir. Pero eso ya todos lo sabían.

  • Una muerte maravillosa

    Por: Simón Palacio

    Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás.

    Genesis 3:19

    Guillermo se despertó el martes cómo si de cualquier otro día se tratara. La primera alarma sonó a las 5:20, dándole así los 10 minutos con que creía tener libertad para levantarse a su gusto. Se cepilló los dientes en la ducha para aprovechar el tiempo antes de desayunar con un café instantáneo acompañado de tostadas. Miró su reloj, aún eran las 5:47. Le quedaban trece minutos para que se le hiciera tarde. Aun así prefirió salir enseguida. Tal vez si llegaba temprano lo suficiente su jefe lo notaría y algún día le daría el ascenso que tanto esperaba. Tal vez. Pero basta de pensadera, tenía un trancón que coger. Puso el noticiero mañanero en la radio, sin preocuparse mucho por lo que decían, pero comentándose a sí mismo en voz alta cada noticia que daban. No había mucha novedad: atracos, asesinatos, corrupción y fracasos en futbol. Había un divorcio de una cantante que Guillermo no conocía, eso era una novedad de la que se lamentó profundamente. Pero de resto era lo de siempre.

    Llegó, a pesar de su anticipación, con diez minutos de retraso. Ojalá que el jefe no se diera cuenta. Saludó a la secretaria, que lo miró con ojos como platos. No importa, ella siempre había tenido mirada de vaca. Subió uno, dos pisos y se sentó junto a su archivador tras saludar a sus compañeros que no le devolvieron el saludo. Los sintió cuchichear en torno a sí. Ni que hubiera llegado tan tarde. Ojalá el jefe no lo hubiera notado. En un momento los murmullos se hicieron tan insoportables que tuvo que revisar que estuviera vestido, no fuera que se le hubiera olvidado ponerse pantalones en su prisa. Se encerró en su trabajo, enterró su cabeza en su biblia de documentos, intentó ahogar las voces con tecleos cada vez más fuertes. Pero las miradas seguían clavadas sobre él. Finalmente llegó el momento que tanto temía, sintió detrás de él el carraspeo de su jefe. Pero no era un carraspeo irritado o un carraspeo de reproche. Más bien era un carraspeo incómodo. Guillermo levantó sus ojos y luego su cabeza como un niño descubierto con las manos en la jarra de galletas. El jefe se metió el dedo en el cuello de la camisa y movió su peso entre ambos pies antes de atreverse a hablar.

    ‒Emmm… Guillermo ¿Usted que está haciendo aquí?

    ‒Estoy revisando el…

    ‒No, Guillermo, lo que pasa es que usted no puede venir acá

    ‒¿Por qué?

    ‒Hombre, usted sabe nuestras políticas

    ‒¿Estoy despedido?

    ‒No… Guillermo, usted sabe que acá no podemos darle trabajo a los muertos

    ‒Pero ¿cómo así? ‒Balbuceó Guillermo estupefacto ‒¿Cómo así? Acaso no ve que vine a trabajar. Los muertos no trabajan.

    El jefe murmuró algo sobre el ministerio de trabajo e, incómodo, se disculpó y dejó a Guillermo encerrado en su vergüenza. Guillermo intentó ignorar las miradas que en él se calvaban y los cuchicheos de velorio en que se había tornado su oficina. No pudiendo aguantar más se levantó de improvisto y graznó

    ‒No sé de qué están hablando. Vean que estoy vivo. Vean que estoy trabajando.

    La turba se dispersó, pero él sabía qué oculto en sus cubículos todo el mundo lo estaba ojeando. Enterró su cara en su expediente y probó al mundo lo vivo que estaba trabajando más de lo que jamás había hecho en su vida. O por lo menos esa fue su intención, pero una mosca estaba en desacuerdo con él, y su inmamable zumbido no le permitía usar sus papeles más que como matamoscas. Su fastidio bailaba con la mosca y muy a pesar suyo terminó entreteniéndose tanto que se entristeció cuando por fin pudo estallarla contra el escritorio. Con infinita desidia se entregó de nuevo al trabajo pero fue poco su sufrimiento, pues una segunda mosca, acompañada de un tercer compañero, vinieron a hacerle compañía. Guillermo no se dio cuenta, pero reía a carcajadas mientras agitaba locamente sus documentos enrollados. Habría podido seguir así hasta el fin de los tiempos, pero las miradas de sus compañeros lograron abatir su espíritu y se resignó a enterrarse en su cubículo, acompañado sólo por las moscas danzarinas. Al zumbido de las moscas se sumó el sonido de una sirena, enmudecida por las paredes de concreto y los cartones de la oficina.

    Entraron dos hombres vestidos de blanco. Sus largas batas bajo la estéril luz corporativa les daba un halo de ángeles y por un momento Guillermo estuvo dispuesto a aceptar que por fin había muerto. Los ángeles de la muerte se acercaron a su jefe y discutieron unas cosas en voz baja que Guillermo no tuvo que escuchar. Cuando llegaron junto a él, el pavor había borrado todo color de su rostro.

    ‒¿Es usted Guillermo López? ‒Preguntó secamente el más alto de los ángeles. Un hombre enjuto cuya calva reflejaba la blanca luz

    Guillermo asintió.

    ‒Venga con nosotros, por favor.

    Guillermo se quedó mirando a las apariciones por un tiempo ates de levantarse. Dejó su escritorio y su cubículo cabizbajo, pero con una secreta alegría que ni aún era capaz de confesarse a sí mismo. A su alrededor vio como el resto de la oficina se reunía y contemplaban su partida. “Que miren” pensó “Algún día se los van a llevar también. No importa cuánto trabajen nunca los van a ascender”.

    Afuera los esperaba, a falta de barca, una ambulancia. El ángel bajito se puso tras el volante, mientras que el alto y calvo lo subió por las puertas traseras y lo acostó en una camilla. Las puertas se cerraron y Guillermo dio un último vistazo al lugar donde había dado tanto sudor y esfuerzo alimentado nada más por sanduches tibios, café quemado y una tépida ambición. Dio un suspiro y dudó si sería de dolor o de alivio. El viaje a la morgue fue bien miserable. Acostado en la camilla, Guillermo no podía hacer más que mirar al techo. Los enfermeros lo ignoraban y, estando muerto, era incapaz de echarse a dormir. Intentó contarse alguna historia, pero no recordaba cómo hacerlo. Su punto de referencia más cercano eran las reuniones de marketing todos los jueves. Partió de allí, se imaginó por un momento que se abría una emocionante nueva oportunidad en la empresa que permitiría que alguien que ocupaba coincidencialmente su mismo puesto ganara una felicitación general de toda la oficina y hasta quizá un apretón de manos del mismo gerente. Ya veía toda la oficina revoloteando ante la noticia hasta que vio a Jimena, tan bonita como siempre, diciendo con un suspiro “lástima que se nos murió Guillermo, era tan perfecto para este trabajo”. El corazón se le encogió, más por pensar en que Jimena lo recordaba que por la oportunidad perdida.

    Se abrieron las puertas y sus ángeles de la muerte lo bajaron y llevaron la camilla hasta la morgue. La habitación estaba sucia, había restos de comida sobre el escritorio y un par de mudas de uniformes tiradas sobre una silla

    ‒Perdone usted este desorden—se disculpó el bajito –ya hace un par de días que no teníamos a ningún muerto entonces no teníamos por qué organizar.

    ‒Señor Guillermo –Dijo el alto sacando una libreta –Tengo que hacerle varias preguntas, si no le molesta. Esto sólo tomará cinco minutos. Aunque si prefiere, como es costumbre, puede quedarse callado y nada más darnos un contacto para que nos dé los datos necesarios.

    Pregunta siguió a pregunta y Guillermo encontró la felicidad propia de tener que encargarse de esas menudencias burocráticas. Sólo tuvo problema a la hora de responder por “Causa de muerte”.

    ‒Intente recordar– le dijo el esqueleto alargado –En caso de que sea por causa desconocida no tendremos ninguna otra alternativa que practicarle una autopsia.

    ‒Complicaciones cardiacas… por… por… ¡estrés laboral! –Dijo orgulloso de la improvisación repentina, incluso si se sentía un poco mal por tener que hablar mal de su trabajo.

    ‒Bueno Guillermo, una última pregunta, ¿hay alguien a quien quisiera que contactáramos? Para informarle de lo acontecido, que se encargue de sus trámites y todo lo demás

    ‒Mi hermana…

    Se sorprendió de la inmediatez de su respuesta. En su niñez habían sido muy apegados, pero con el tiempo y las crecientes responsabilidades cada vez tenían menos tiempo el uno para el otro. Desde que se habían visto en año nuevo Guillermo no había vuelto a pensar en ella, pero ahora con la tumba abierta ante sus ojos no pudo más que lamentarse no tener más tiempo para estar con ella. Poder sentarse a charlar como en los viejos tiempos, pullarle que estaba muy vieja para seguir solterona, dar una vuelta juntos y hasta, quien sabe, salir a un largo paseo. Ya era muy tarde, pero por lo menos quería tener la oportunidad de despedirse.

    ‒Lo siento Guillermo –dijo impávido el alto tras una breve conversación telefónica –su hermana dice que vendrá para el entierro, pero no quiere verlo. Prefiere quedarse con la imagen que tenía de usted cuando estaba vivo, “conservar su recuerdo en sus buenos momentos” o algo así.

    ‒¿Qué?

    –No se preocupe –dijo alegremente el bajito –Es una reacción muy normal, la mayoría de la gente prefiere quedarse con sus recuerdos. Es una lástima, si vieran lo bonitos que los dejan los funerarios. Pero bueno, de todos modos a la mayoría los creman, pero usted dijo que prefería que lo enterraran, ¿no?

    ‒Sí…

    ‒Bueno, su hermana no hace falta, de todo quedó encargada la agencia. Ya sólo es que lo arreglen para el velorio, que según pidieron será corto, el funeral y listo. Pa´ la tumba.

    No se demoraron mucho en llegar los encargados de la agencia fúnebre. Guillermo se despidió de sus enfermeros sin que estos se dignaran a devolverle el saludo. A diferencia de estos, los agentes de la funeraria eran mucho más silenciosos y por sus ademanes se podría decir que eran ellos los muertos. Vistieron a Guillermo en un traje elegante y, ante su incapacidad de quedarse quiero en la posición que ellos le pidieron, le clavaron varias varillas en los brazos para dar así una imagen respetable. Para sellar su obra maestra, los cuervos de la agencia cosieron los labios de Guillermo, dándole el silencio que la muerte fue incapaz de brindarle.

    El velorio comenzó como era de esperarse, con unas pocas personas de su trabajo que trababan palabras superficiales con su hermana y se atragantaban de pasabocas antes de largarse. Luego, silencio. Guillermo no tenía de qué extrañarse, pero entre iban transcurriendo los minutos extrañó a quienes no veía hace décadas. A sus amigos de barrio con quienes jugaba futbol y pateaba perros, o a sus compinches de colegio con quienes había pasado de travesuras a vicios y de vicios al olvido. También sus amores, por remotos que fueran, castigaban al muerto con su ausencia en esos últimos momentos. Llevaba años sin pensar en ninguno de ellos, pero no era a los otros de quien él añoraba esos últimos recuerdos. Nunca llegaron.

    Finalmente, se lo llevaron, solo con su hermana y un par de parientes distantes. El cura echó sobre él unas palabras y el sepulturero unas paladas de tierra. Después, silencio. No se estaba tan mal allí abajo. Sí, es cierto, el ataúd era incómodo y los gusanos hacían un ruido muy desagradable cuando le comían la carne, pero se podía estar tranquilo. Nada de papeles ni de fechas. Tampoco nada de ascensos. Con el paso de los días se fue acostumbrando a la oscuridad y a no saber nada del tiempo. Por fin podían estar solos él y su cabeza. Y por primera vez en su existencia, Guillermo supo lo que era ser feliz.

  • Cosas de Grandes

    Por: Pablo Santiago Ruiz

    El que inocentemente peca, inocentemente se condena

    I

    -Qué va’a sabé vo lee

    El calvazo lo sintió antes de terminar  la frase.

    -No digá bobada ¿Cómo no ‘a sabé si tiene once? 

    Él metió los dedos entre las tablas y jaló hacia arriba. Incluso si le había dolido no podía devolverle el golpe. 

    -Vo también tené j’once y tampoco sabé.

    -Sí, pero e’ diferente

    Jaló con más fuerza. Se imaginó arrancando un pedazo de tabla y dejando un hueco en la sala. Un día el Crespo llegaría elevado y se caería en todo el pantanero.

    -¿Diferente po’qué? 

    Y no le ayudaría a subir.

    -Po’que yo soy hombre; y lo’hombre hacen otra cosa

    Solo se reiría.  

    -¿Como qué cosa?

    Arielita bostezó y se levantó de la hamaca. Ya iba de salida, por lo que el Crespo elevó la voz en su dirección. Ella no pareció notarlo.

    -Trabajan

    No le contestó de inmediato. Fue y regresó del cuarto de su tía sin preocuparse por reacomodar el desorden.  Entre tanto el Crespo se recriminaba haber engrosado tanto su voz. 

    -Vo tampoco trabajá

    -Sí, pero ya voy a empezá. Mi papá me va a ayudá.

    El Cholo la retuvo. Casi le arroja la revista de vanidades que sacó de un estante empolvado. 

    -A ver. Si sabé ‘tonces decime qué dice aquí. 

    Abrieron una página al azar. Sin darse cuenta, Arielita metió la punta de la trenza entre sus labios; la mordisqueaba como un chicle mientras arrastraba el dedo sobre los renglones.

    -Rrr-rrenommbrada atriz colommbiana se torpieeza y se le sale un ssseno en p-p-público.

    Recostado en su hombro estaba el Cholo; saltaba de un garabato al siguiente procurando coordinarse con la voz de su prima. No entendía nada, pero sí estaba pendiente de que no se inventara palabras.

    -Ssus fo-fotos hicieeron estall-estallar el internet.

    La revista no mostraba el accidente, pero sí había una foto de la actriz de cuerpo entero: Salía en bikini; las piernas  estaban limpias, sin ronchas o cicatrices; y era blanca. No se parecía a ninguna mujer en Bahía Málaga. Viéndola el Cholo sintió que le había dado hambre. 

    II

    Ambos se escurrieron hasta el frente de la tarima. Supieron de inmediato que eran personas importantes. Y no porque hubieran policías escoltándolos; o porque les regalaran camisetas; o porque llegaran  en helicóptero, y no en lancha como el resto de la gente. Del señor lo supieron porque la sombra en su cara no podía ser más negra, incluso si su pelo era gris. Cuando su tío se arregló para ir a Cali también se echó tinta en el pelo. Dijo que solo lo hacía por esa vez,  pero que teñirse era vicio de gente rica. El Cholo no dejó de preguntarse por qué su tío había quedado con la cabeza negra y la barba canosa, mientras que a ese señor le pasaba al revés. En cuanto a la señora, su cara era muy redonda, usaba gafas de sol y su piel era lechosa de tanto bloqueador. Solo las mujeres ricas le tienen tanto miedo a sol. 

    La gente les aplaudía cada que levantaban las manos o elevaban la voz. Se fueron tan rápido como habían llegado: Las banderas volvieron a guardarse, la playa quedó incluso más sucia y el pueblo regresó a su estado de abandono corriente. Eso sí; los aparatos y las antenas venían en camino.

    Al principio fueron juntos a la parroquia. El papel ya comenzaba a rasgarse por los dobleces, pero igual tomaban turnos para sostenerlo. A veces lo llevaban los dos al mismo tiempo, cada uno de una esquina. El Cura los recibía con los labios apretados, y siempre los dejaba preguntar antes de decirles que no. 

    Fue a la tercera semana que el Cholo llegó a donde el Crespo y lo encontró todavía acostado.  Se quedó en el marco de la puerta, tímido, cambiando su peso de un pie al otro y haciendo rechinar las tablas mientras el Crespo fingía roncar. No alcanzaba a verle bien los ojos tras el toldillo, pero adivinó que estaba despierto. Pasó un buen rato antes que se dignara a hablarle. 

    -¿Y po’qué?   

    -Yo a ‘onde el Cura ya no vuelvo, y vo tampoco debería volvé. Dábamo pena.

    -¿Y po’qué?

    -Porque parecíamo culicagao

    -¿Y po’qué?

    Le dio la espalda.

    -¿No sabé decir otra cosa? 

    Salió sin despedirse. Ojalá Crespo no le llevara una cabeza ¿Para eso había esperado tanto? Pasó de largo hacia el baño de su tía. Arielita lo miró con ojos de venga, yo lo sobo y me cuenta. El Cholo se limitó a cerrar la cortina. ¿Cómo explicarle que el Crespo era un traidor, y qué él era un miedoso?

    Todavía tenía la hoja en la mano. Se había arrugado un poco, pero hasta donde sabía las letras seguían intactas. Gastó un cuarto de hora mirando a la actriz sobre la taza. Varias veces intentó ladear la hoja a ver si algo del bikini se destapaba por un ladito. De vez en cuando las moscas le hacían cosquillas en las nalgas. 

    Lo odió. Ojalá se le pinchara el balón, o se lo llevara la güerilla, o se ahogara su papá. Arrojó a la mujer por el inodoro. Su prima lo vio abrir la cortina con los ojos colorados y moqueando. Por un segundo ambos se quedaron quietos. Cerró nuevamente. Esta vez salió con antebrazo untado de mierda y el puño cerrado. Ella no hizo preguntas. Él se lavó en el mar.   

    III

    Salió trotando. Escogió el camino menos transitado, sin casas o estanquillos, y con la tierra agujereada por nidos de cangrejos. Cada tanto miraba para atrás. Aceleraba el paso si creía ver al Crespo. Más de una vez casi se tropieza; iba descalzo y sentía la hoja bailándole en el bolsillo. Llegó al colegio sudado. Mientras el Cura se desocupó procuró refrescarse; su aliento cambiaba de niño a robot cuando se acercaba a las aspas del ventilador. En cuanto sintió su mirada se enderezó y encaró al Cura frunciendo el ceño. 

    -Ya no lo van a traer, Cholito; el wai-fai tampoco. Antié salió la noticia. 

    Se desplomó con todo su peso contra un pupitre. El Cura le miró las bolsas bajo los ojos; de tanto sudar parecía llorando. Luego le vio la hoja entre los dedos. 

    -La minitra dice que ‘e equivocó. Iguá tuvo que renunciá. 

    Después de hablar con el Cura – Lávese lo diente, Cholito. Rece un padrenuetro por la noche, Cholito. Trate bien a’u tía, Cholito – buscó al Crespo. Lo encontró en la playa cazando cangrejos. Atraparon un puñado y entre los dos empujaron la canoa hasta el agua. El mar estaba suave.  Se sentaron en cuclillas y a lados opuestos, el Cholo sosteniendo ambos remos.

    -¿Y entonce qué pa’ó con e’a plata? 

    -El Cura dice que todavía la etán bucado; que sí alcanzaro’a cogé a uno; era ‘e un grupo que no me acuedo cómo ‘e llama, el no ‘é qué de la contratació. En to’o caso ‘on 70 mil palos ¿Cuántos balone alcanza uno a comprá con to’o eso? ¿Por ahí mil?

    -Má. Póngale 10 mil. 

    El Crespo cogió un ermitaño y le sacó el caparazón con delicadeza. El bicho agitó las paticas hasta que el anzuelo lo atravesó. Se limpió la sangre sobre su pantaloneta. Luego de un rato en silencio el Cholo  no aguantó más.

    -Yo quería ve a e’a’hembra. 

    El Crespo se quedó mirándolo. Todo su cuerpo se mecía al compás del oleaje. Haló de la caña y sacó un pescadito plateado que se sacudió hasta que le dio con una piedra. 

    -¿Vo sabé qué e’una paja?

    Una ola volcó el tarro con los ermitaños. Algunos quedaron atrapados en la canoa, pero la mayoría se perdieron en el fondo del mar. El Crespo no parecía molesto.

    -Vamo por ma. 

    En vez de bordear la playa atravesaron el pueblo. El Cholo no quería hacer ninguna pregunta; reconoció el camino pero no se explicaba por qué iban para su casa. Se sentaron al otro lado del andén. Él se levantaba y se sentaba, o se mordía las uñas, o arrancaba retoños de pasto del cemento. El Crespo no se movía; no hasta que apareció Arielita. Le dieron la vuelta a la casa y agachados, sin hacer ruido, gatearon bajo el entablado. Las manos se les enterraban en el pantanero y hacían un ruido como de chupón cuando las despegaban. 

    -Pero Crepo, aquí no’ay cangrejo

    -Sí’ay. Tienen e’ nido por lo lao del baño

    Comenzó por deshacerse la trenza. Luego siguió con las zapatillas y las medias veladas. Al Cholo se le armó una bola de saliva tan grande que casi se ahoga. Cuando tosió Arielita se quedó quieta, totuma en mano y goteando de pies a cabeza. Solo volvieron a respirar cuando continuó restregándose la rodilla -las monjas les hacían una raya con marcador y había que taparla con la falda. Ellos también estaban emparamados, y no parpadeaban incluso con el jabón metiéndoseles en los ojos. Al Cholo la cosa se le puso como cuando se despertaba con ganas de orinar. El Crespo estaba igual. 

    Esa noche no durmió. Sentía a su prima en la otra hamaca, respirando en la oscuridad; y sentía que le daba hambre. 

    IV

    Al otro día volvieron a pescar. Luego se bañaron en el mar y jugaron futbol, y cuando el sol se puso bravo descansaron bajo la sombra de una palmera. Inadvertidamente, el Cholo se metió la mano en la pantaloneta y sacó un papel completamente desmoronado. La actriz estaba irreconocible. 

    -Ca-rru-sel

    -¿Qué? 

    -Carrsuel: e’a fue la palabra rara que dijo el Cura. 

    -¿Y a vo qué te impota? 

    -No me impota. Olvidalo.

    V

    -Crepo

    -¿Qué?

    -Decile a tu papá que yo también trabajá

  • Sonrisas y gritos

    Por Andrés Carrero

    ¿A dónde te has ido? ¿Huiste o tu cautiverio se ha desplazado? ¿Acaso nunca me dejaste? Poco me importa, pues yo no te olvido y mucho me temo que tú ya no puedas recordarme. A lo mejor ya no sabes nada: tal vez tu alma es solo negrura y tus inmóviles ojos no consiguen ninguna visión que de vida al pensamiento. Por eso, quiero contarte, aun cuando ya no puedas oír, el curso de los acontecimientos tal como se manifiestan en el espejismo de la experiencia y de las reflexiones posteriores, que has de haberlo supuesto ya, no pocas noches me hicieron palidecer y desear con ira mi destrucción.

    Pudiste notar, mientras por este municipio caminabas, que aquí toda urbanización es inútil e imposible, que la selva, por esta o aquella razón, siempre se extiende hasta las calles, las plazas e incluso hasta el corazón de las casas. La humedad todo lo envuelve y lo asfixia como una culebra a su presa, sea en el día, sea en la noche, de a poco los muros se deshacen; los árboles crecen enloquecidos, llenos de vértigo y si bien sus frondosas capas nos alivian con la sombra y con la belleza, sus hondas raíces todo lo deforman, todo lo hacen curvo, agrietado e irregular; las bestias rondan aquí y allí, como los caminantes: desde perros, gatos, gallinas toros y caballos hasta culebras, monos, osos hormigueros, babillas y chigüiros. 

    De la llanura puede decirse, para el deleite de tu oído, que es ingobernable, indomable e inmortal; no hay forma alguna en que la ciudad llegue a amansarla, en que sus briosos movimientos por esta sean apaciguados. ¡Está viva! La selva y los llanos orientales, por ello, están también en su gente, a través de esta también crecen y respiran: están en los gestos, en las palabras, en los ritmos y en las arpas. Déjame decirte, sin embargo, que sobre todo esto descansan la fascinación y la maldición del llano, cuya forma humana, el llanero, solo puede ser contradictoria e incomprensible, tan lúcida y elevada como estulta y brutal.

    Cuando yo te vi llegar al municipio hace unos meses atravesabas la plaza y las calles bajo la fulguración crepuscular del cielo, que dominaba toda la llanura del firmamento en una explosión de naranjas y de rojos, muy sanguinolentos, por lo demás. Contigo llevabas la inocencia y el amor del llano, pero tu esposo cargaba sobre las anchas espaldas su fuerza letal y sus horrores naturales. Con solo verte ya sabía que tu camino era largo, que los ríos bravos y las noches desoladas de la llanura habían pronunciado tu nombre: habías atravesado la selva para llegar a nuestro municipio, que era tu destino, como el de muchos viajeros, y no sé si tu fin, como el de otros tantos. A todos los que te vimos atravesar por primera vez la ciudad nos hechizaron tus ropas raídas y extenuadas y el chinchorro de infinitos colores en el que habías envuelto tus objetos, las cosas que eran tuyas y explicaban tu naturaleza. En sus cuerpos, el tuyo y el de tu esposo, gritaban el dolor, el cansancio, la sed y el hambre; pero de sus rostros, almas de la carne, se desprendía un silencio profundo, una muda imperturbabilidad. Después de todo, ya nada podía dañarlos. Siempre hay algo de misticismo en los llaneros que, como tú, emprenden esos largos viajes a la ciudad. Nadie se niega a contemplarlos, nadie se niega a adoptar su silencio mientras atraviesan calles y plazas.

    Para mi fortuna, tú arribaste a una vieja casa cerca de la mía, una que por mucho tiempo había estado abandonada. Quizás regresabas después de mucho tiempo, pero a mí nunca me importó saber nada de esas contingencias. Cuando llegaste, la hierba del jardín era tan alta que las piernas de todo aquel que en ella se metía en seguida desparecían; había hormigueros por todas partes y la humedad había desollado los muros de la casa, dejándolos sin pinturas y desnudos en un concreto gris que se calentaba mucho y lo sumía todo en un sopor del infierno. Pasaron unos pocos días desde tu llegada, tal vez una semana y cambiaste por completo la apariencia miserable de la casa en una, cuando menos, lúgubre y sombría, pero habitable.

    Pasabas el día, desde la madrugada que anunciaban los gallos y las pavas hasta el final de la tarde, que se desplegaba con las sombras y el regreso de la gente, ora haciendo oficios de la casa, ora viendo los hechos de la calle desde el pórtico para descansar. Si estabas encerrada en la casa o no, era algo que carecía de importancia para mí. Me animaba tu existencia y su mera posibilidad ocupaba todos los pensamientos que sobre ti me alcanzaron. Yo te veía siempre que del colegio regresaba, como a las dos de la tarde, allí en el pórtico, disfrutando de la sombra  que pendía de la casa y de unos naranjales en frente. Todo el barrio estaba colmado de naranjas y, por ello, de naranjas que desprendían un perfume ácido, que el calor exacerbaba. 

    Mi mirada fija tú la contrarrestabas con una infaltable sonrisa: nunca me ocultaste el brillo  de esos dientes chuecos y grandísimos que, no obstante su tamaño, te permitían encerrarlos tras los labios. Así pues, tu sonrisa era siempre voluntaria o, cuando menos, era tu deseo secreto sonreírme. No importaba lo que estuvieses haciendo, tendiendo ropa o solo mirando, cada día de la semana, a las dos, mis ojos se encontraban con tu gesto vago y hermoso. Si alguna vez hablamos durante esos encuentros es algo que ya no recuerdo y que carece de importancia para este relato, pues en mi memoria no hay rastro de palabras tuyas; solo la lengua más clara de los gritos me consta que podías hablar. No teníamos nada que decirnos.

    De todas estas miradas y sonrisas, miradas y sonrisas, miradas y sonrisas, un día y el otro y al siguiente, sin fin, sonrisas y miradas que se habían transformado en la cumbre y en la dicha de la jornada, yo estaba ya hartándome, no porque la repetición en mí condujera al tedio, sino porque temía que con las horas, los días y las semanas, tus dientes y mis ojos fuesen alejándose, desprendiéndose unos de otros y olvidándose en el sucio hueco de lo ordinario y trivial. Terrible era el dolor que me consumía cuando imaginaba en ensoñaciones que a las dos de la tarde, cuando acontecía mi regreso, tú viéndome llegar entrabas en la casa o sin sonrisa me permitías pasar frente a ti tal vez ignorándome o tal vez diciendo buenas tardes, sin que mi presencia estremeciera tu corazón. Un artificio tenía que ingeniar para que tu fascinación, expresada en una sonrisa, jamás mermara, para que comprendieras que detrás de tus dientes encerrabas un frenético deseo de mirarme y pronunciar las letras de mi nombre.

    De mis preocupaciones y mis afanes pronto brotó la lucidez y de ella la artimaña que provocaría nuestra separación, si es cierto que te fuiste y no sigues allí sentada en la sala de tu casa. Cuando todos estos sentimientos fatales abrazaban mis pensamientos, asfixiándolos como una culebra, todos los jovencitos del colegio fuimos convocados para resolver la situación militar ante el maldito estado: la mayoría serían reclutados para ofrecer servicios militares; otros nos iríamos a las grandes ciudades para estudiar o hacer cualquier otra cosa.  Todos llevábamos  de la casa al colegio y del colegio a casa una bolsita llena de fotografías de nuestros rostros: fotografías en las que vestíamos camisas y corbatas y nuestros rostros se esforzaban por alcanzar la elegancia. Yo sabía que mi mirada, a pesar de ser oscura, era de profundidad abismal, una mirada de Búho que embrujaba a todo aquel que con ella se topara. Tú lo sabes bien, porque nadie la conoce mejor: a nadie jamás miré como a ti.

    Entonces una tarde, a las dos, yo regresaba del colegio a casa, llevando la bolsita en la mano y las fotografías dentro de ella. De nuevo, a la vez que mi caminar se hacía más lento, mesurado y preciso, tu sonrisa halló su causa en la mirada que con noble malicia te entregué. Di un par de pasos y me detuve para que observaras mi espalda y te fijaras en mis movimientos: de la bolsita tomé una fotografía y con suma delicadeza la dejé sobre la acera, frente al pórtico de tal modo que fuese fácil para ti conjeturar que algo te dejaba, que algo en secreto te entregaba. Me fui sin observar tu reacción, esperando que recogieras la fotografía para darle vida sensible a tus recuerdos, a la fotografía que en tu deseo descansaba. Supuse que cuando en ella vieras mi rostro también te sería inevitable la sonrisa voluntaria.

    No te vi de nuevo hasta que aconteció lo que luego, en la desolación de mi memoria, en las desfondadas noches de insomnio, hizo que los hilos del terror se tejieran sobre mí. Yo regresaba del colegio, a las dos, unos tres o cuatro días después del asunto de la fotografía. Ya antes de pasar frente a tu casa yo noté la sombría marca de tu ausencia, pues eras tú la que bañaba de luz ese pórtico miserable y oscurecido por los negros tejados de asbesto y por las ramas de los naranjos. Tu asiento, dispuesto para ver la calle y para sonreírme, estaba ocupado por un llanero gigantesco que yo ya conocía pero había ignorado, un hombre de mirada y rostro ensombrecidos por la densidad de la barba corta y las cejas. Un hombre brutal, un Rasputín sentado, oyendo la brisa, viendo la calle, viéndome a los ojos, con los suyos bien abiertos y dirigidos por algún pensamiento monstruoso. Ni siquiera pude saludarlo: seguí mi camino sin mirar atrás, sin perseguir explicaciones. Solo me largué. El llano está en su gente.

    Llegué a casa y me encerré en la habitación; traté de leer un libro y de pensar en otra cosa. La huella de tu esposo tenía tal fuerza que yo me aprisionaba entre sospechas y suspicacias sobre su extraña aparición en el pórtico y por qué tú no habías estado allí. Una o dos horas después tocaron la puerta, cuando ya estaba tranquilo. Una, dos y tres veces golpearon, como si quien llamara no estuviese dispuesto a esperar a que yo abriera. Era él, era tu esposo, que a través de la cortina que cubría el cristal de la puerta desplegaba una sombra que se había tragado toda la luz del zaguán, toda la luz de la tarde, toda la luz. Mi mano se enfrió tanto que parecía que la puerta se abría sola, se abría con la mera presencia del hombre, tan grande que su cuerpo impidió que la luz se colara por el marco y regresara al zaguán. Con gélida afabilidad tu esposo me pidió que caminara con él, pues necesitaba consultar y mostrarme algo. Era inteligente. Yo no pude negarme: sabía cuál era el asunto por el que estaba buscándome. Mi artimaña, en la que en efecto habías caído, ahora me castigaba por medio de sus consecuencias accidentales.

    Cuando caminábamos ya por la calle, entre naranjos y frutos caídos, tu esposo, el Rasputín, sacó de su bolsillo la fotografía que yo te había entregado. Fuiste tan inocente como estúpida para escribir al respaldo: “tus ojos…”. El hombre me preguntó si yo era el de la fotografía. Claro que era una pregunta retórica, cuya respuesta había de ser tautológica: “sí, ese soy yo”, le dije. Me preguntó luego si yo había escrito lo que al respaldo decía: “tus ojos…”. Lo negué. Entonces me explicó que había hallado la fotografía oculta entre unos cajones tuyos, escondida entre las páginas de una biblia y que necesitaba saber si tal como tú decías, yo mismo fui quien te entregó la fotografía. Yo le conté al Rasputín todo el asunto de la situación militar, de la bolsita de fotos y señalé que lo más probable era que tú hubieras hallado una fotografía que se resbaló de mi bolsillo y la hubieras guardado. Tenía que mentir.

    Yo terminé de inventar todas esas explicaciones fantasiosas, creyendo que me habían salvado y sin darme cuenta, distraído por el terror, estábamos ya frente a tu casa, frente al pórtico desde el que me sonreías, desde el que te paraste a recoger la fotografía y guardarla entre el consuelo de una biblia. Tu esposo me pidió que lo acompañara, que entrara con él en la casa, pues quería aclarar el asunto. Entré yo primero y luego él cerró la puerta, envolviéndolo todo en una penumbra fantasmal. Todas las ventanas, todas las puertas, todas las persianas estaban cerradas: la casa hervía como un caldero para brujas, los muros parecían derretirse en la tiniebla y la humedad cochambrosa de todo se había prendido. El sopor era insoportable. Tu esposo me pidió que bajara unas escaleras que llevaban del zaguán a la sala principal.

    Bajé y al voltear hacia la sala te reconocí. Mis huesos se pulverizaron, mis piernas se estremecieron: amarrada de manos y piernas, con unas sábanas a los brazos y patas de una silla de madera oscura estabas tú, moviendo tus ojos de lado a lado, casi asfixiada, incapaz de sonreír, por una soga entre tus dientes que te impedía hablar, que te impedía gritar. A penas gemías y con tu gesto suplicabas mi ayuda. Por detrás de mí llegó tu esposo y tiró la fotografía sobre tu regazo con desprecio. Te reprochó con odio que yo había negado tu relato, el verdadero, sobre la aparición de la fotografía. Él entonces me miró para corroborar y yo dije: “Sí, yo creo que se me cayó; es lo más probable”. Te recriminó con severos gestos y brutales palabras haberme causado todo este problema. Tu esposo me protegía. Qué horror nos devoraba, a ti y a mí: tu llanto lento se escurría de tus ojos y yo por dentro temblaba descontrolado. Al final, cuando desapareció el último rayo de sol que bañaba una de las persianas viejas, él me dijo que me fuera, que no dijera una sola palabra y que ya no molestara más. Yo me fui corriendo, despavorido te abandoné.

    Esa noche oí desde mi habitación, desde la ventana, tus gritos de dolor y auxilio, que por mucho lograron revertir el obstáculo de la soga. Gritaste con tanta fuerza, con tanto horror durante toda la noche, desgarrando la soledad de mi corazón, hasta que por fin en la madrugada callaste y los gallos gritaron por ti. A veces, en las noches de insomnio, cuando en visiones me persigues pienso en tu boca, que yo de diversas maneras había deformado, y me pregunto si quedaste amarrada a esa silla, con la sonrisa llena de moscas.

  • Término medio

    Por: Simón Palacio Echeverri

    Digan lo que digan, estoy seguro de que Dios me quiere. Aunque no lo parezca, siempre he sido creyente. Si ustedes hubieran vivido lo que yo he vivido también creerían. La gente decente cree que los que son como yo somos todos diabólicos. Al diablo le quieren echar la culpa de todo hoy… bueno seguro es el diablo quien está detrás de todo lo malo que pasa. Pero no los diabólicos. Por lo menos yo no lo soy, aunque no puedo negar que entre los míos haya uno u otro pervertido que haga sacrificios humanos, son locos con los que nada tengo que ver. Qué ellos hagan lo que quieran, su castigo les llegará. Pero a mí, Dios me ha salvado de horrores que sólo los infiernos podrían conjurar. ¿No me creen? Les contaré la historia de una vez en que Dios me favoreció y me rescató de un destino al que muchos de ustedes dichosos me habrían condenado.

    Llevaba manejando el día entero para dejar bien lejos la ciudad. Claro que disfruté del viaje mismo. Ver la vegetación transformarse a mi alrededor, sentir la velocidad del paisaje acariciar mi cabello, el sol rostizar mis brazos… pero más importante todavía era crear distancia entre mi casa y yo. No estaba viajando por viajar, a fin de cuentas. Había salido porque me había cogido de nuevo la calentura. Yo no puedo controlarla. Si alguna vez lo han sentido por algo sabrán a lo que me refiero; si no, no me juzguen como uno de esos depravados. Yo nunca he matado porque me excite o para poder usar a mis víctimas en algún juego pervertido. Alguna vez leí de un loco que violó a una abuela de 90 años antes (¿o fue después?) de meterle un tiro en la cabeza… créanme que mi reacción es la misma que la de ustedes. Mis placeres siempre fueron muy distintos de los de esos animales. Tampoco maté nunca por plata. En mi trabajo pagaban bien y desde el principio sabía que con las almas perdidas podía hacer lo que quisiera, pero que una vez tocara su propiedad la tomba caería sobre mí más rápido que jauría sobre oveja descarriada. No, queridos lectores, mi placer recaía exclusivamente en el acto de matar. Pero basta de esto, no me interesa contar cómo funciona mi cerebro para que algún adolescente desparchado se entretenga, sino contar mi historia.

    Ya estaba cayendo la noche cuando llegué a un paradero en medio de una carretera secundaria. El edificio parecía una isla atrapada en un enorme parqueadero cuya inmensidad no hacía más que resaltar su vacío. Tras las vastas extensiones de asfalto se veían unos arbustos resecos y uno que otro árbol sepultado por el polvo de la carretera. El edificio mismo era uno de esos tristes cubos que parecen diseñados por alguna máquina que no sabe lo que es un ser humano. Algunos cables eléctricos conectaban la caja con la carretera y se perdían en la lejanía. Todo se veía bien miserable, pero encima de mí había un atardecer morado como pocas veces he visto en mi vida. Es extraño que los atardeceres más espectaculares nunca se dan en playas o montañas, sino en parqueaderos o bombas de gas. Quise esperar un momento y prendí un cigarrillo y luego otro con su colilla. Cuando el cielo comenzó a pasar de púrpura a marrón decidí entrar al edificio.

    Era todo lo que por fuera prometía. La luz, más que blanca lívida, se reflejaba en unas baldosas verdosas. Las enormes ventanas dejaban pasar la luz miserable de los faroles que ni energía tenían para pugnar con las lámparas mortecinas. Había varios mesones regados junto a los vitrales cuyos bancos hechos a estilo de los cincuentas, claramente eran imitaciones tardías cuya edad comenzaba a verse en su cuerería artificial. Sentado al fondo del local había un hombre de mediana edad. No apartó la mirada del vaso cuando entré, pero no había tristeza en sus ojos, ni ensueño. Si no se percató de que yo había entrado era por simple y llano desinterés. De no ser porque sólo había otro carro en el parqueadero, lo habría tomado por otro comensal. Tuve que saludarlo dos veces para que alzara de su copa sus ojos incoloros. Se levantó en silencio, lentamente y me examinó con su desagradable mirada antes de preguntarme qué quería. Poniendo mi mejor cara le pregunté si tenía habitaciones disponibles para la noche a lo que no respondió más que con una risa bufada. Le pedí la carta y, tras ver que no tenía nada además de hamburguesa, ordené la más cara del menú.

    Me senté junto a la ventana, para poder perderme por un rato en la última luz que se pudría en las nubes. Pronto, el hombre llegó con una grasosa hamburguesa y un vaso de aguardiente casero que me ofreció “por cortesía de la casa”. Acepté con una sonrisa, esperando que esto fuera señal de que él se sentaría junto a mí. Por absurda que suene esta manía, siempre me ha gustado conocer a mis víctimas y la sobrecogedora soledad de este tipo de parajes siempre fue más que suficiente para acercar a dos almas que se cruzan por un mero encuentro fortuito. De lo que he oído podría contar muchas historias y me alegra decir que soy el único que conoce más de una de ellas. Es extraño lo que un paisaje desolado y la compañía de un desconocido son capaces de sacarle a un alma penitente.

    Mientras comía, él volvió a su rincón. Pensé que tendría que tomar la desagradable iniciativa, pero lo dejaría para otro momento. Estaba cansado y, tenía que admitirlo, la hamburguesa estaba mucho más deliciosa de lo que su apariencia prometía. Casi agradecí que mi huraño anfitrión no interrumpiera mi comida, valía la pena saborearla. Aún así no pude sobreponerme a mi hambre y en un minuto ya la había devorado. Encendí un cigarrillo y me perdí en su humo mientras evitaba tomar de mi vaso. Afuera se estaba comenzando a formar una ligera niebla que empañaba las luces amarillas de los faroles. En un momento de torpeza, rompí el vaso, mi taciturno anfitrión se me acercó con uno nuevo. Esta vez se quedó sentado frente a mí y pude detallar mejor su cara Dejando de lado el desagradable tono de sus ojos no había nada que resaltará en su rostro. Sus facciones eran ordinarias, se notaba que su nariz, un poco grande, había sido quebrada alguna vez y su piel cetrina estaba cuajada por la edad y el sol, y su cabello, retirado a lo alto de su cabezo estaba completamente encanecido. Claramente era un hombre de pocos amigos, sin pareja ni familia. Justo lo que necesitaba para que no presionaran en las investigaciones.

    Al ser tan obviamente taciturno al principio creí que, empujado por los tragos venía a mí a compartirme alguna confidencia, pero si estaba borracho no lo pude notar, y sus palabras no dejaron traslucir más que una fría amabilidad propia de tendero que quiere hacer sentir bien a su cliente. Intenté romper el hielo, pero lo único que le pude sacar más allá de comentarios fríos sobre el negocio es que no le molestaba vivir solo… mejor para mis propósitos. Cansado de escuchar meras trivialidades, decidí pedir otra hamburguesa. Me cabía y era lo único con lo que ocuparme en ese lugar tan miserable como su dueño.

    Esta vez se demoró más que la vez pasada. Como la cocina quedaba escondida detrás de un muro de baldosa amarillenta, no pude verlo mientras me preparaba la haburguesa y, asumo, otro vaso de aguardiente, aunque ni siquiera había tocado el que me trajo. Encendí un cigarrillo para disimular el hedor de grasa quemada que me llegaba desde la cocina, y entoné una plegaria en voz baja, pidiendo, como era mi costumbre, a Dios que protegiera mi alma de la maldad que yo mismo iba a cometer. Afuera la niebla se había puesto tan densa que ya no la distinguía de la capa de humedad del vidrio empañado. Me acabé un segundo cigarrillo y aún no había regresado el dueño. Por más que me desagradara obrar tan impersonalmente me vi tentando a despacharlo en ese mismo momento, cuando por fin salió con la maldita hamburguesa. Habría preferido que me dejara solo mientras comía, pero prefirió sentarse frente a mí sin intercambiar conmigo una sola palabra. Nada más mirándome todo el tiempo con esos ojos grises.

    Comí incómodo bajo su mirada, sin atreverme a decir algo con qué ocuparlo mientras intentaba comer. Terminé la hamburguesa sin que él se dignara a abrir la boca. No era mi costumbre, pero empujado por la impaciencia, decidí ser yo quien daría el paso de abrirle mi corazón a ese desconocido. Le conté como, a pesar de hacer lo que me gusta me sentía perdido, todo futuro lo veía perdido y mi presente desperdiciado. Por más que siempre dijera que yo hago lo que quiero y eso me hace feliz sabía en el fondo que no estaba pensando más allá en mi vida. La verdad es que, si hubiera muerto ese día, no habría dejado una sola cosa por la que valiera la pena recordarme. ¿Por qué le estaba contando esas maricadas a este viejo desconocido…? No importa, de todos modos, en un par de horas él estaría muerto y nadie recordaría lo que acababa de decir. En todo caso, eso fue la fórmula mágica y el hombre comenzó a compartirme su sabiduría de vida. No pretendo recordar todo lo que dijo, pero hay algo que me marcó.

    -Si hay algo que he aprendido con la edad es que es estúpido creer que uno es lo que hace. El trabajo, y cualquier cosa que hagamos y uno somos cosas completamente distintas y por tener lo primero no se va a cuidar uno mismo. Por más que haya gente que crea que pueda alcanzar la inmortalidad por lo que hacen ellos mismos se van a morir. Y nada de lo que podamos hacer va a durar para siempre. No importa que haga uno, va a terminar pudriéndose en la tierra, no importa qué haga uno algún día a todos nos van a olvidar. ¿Para qué llorar sólo para que nos recuerden cinco minutos más? Mientras que sintamos que nuestras vidas valen la pena todo deja de importar. A su edad sé que es difícil aceptarlo, pero con los años uno se da cuenta de que nada de lo que uno pueda hacer va a durar, entonces ¿para qué preocuparse por eso? La felicidad está en vivir bien y en hacer bien lo que le gusta. Deje de preocuparse por lo que va a quedar después si en el momento valió la pena.

    Cuando terminó permanecimos en silencio por un largo rato. Yo no tenía nada que decir, la verdad me dejó pensando… por primera vez era yo quien terminaba siendo expuesto al extraño. En lugar de exponer a mi futura víctima, fue él quien me expuso a mí. De no ser por los cigarrillos, no habría tenido como medir el tiempo, la luna estaba completamente cubierta por la niebla y el único reloj en la pared había nacido muerto. Sobrecogido, cansado, meditabundo, no tenía en mí la voluntad para acabar esto, por lo menos no todavía. Apuré mi trago y me quedé mirando uno de los bombillos.

    No sé como en todo este tiempo no había notado que su luz estaba parpadeando. Se apagaba y se prendía rítmicamente. Entre más lo notaba más me sentía atrapado en una especie de vientre materno monstruoso nutrido sólo por la luz que se regaba por el comedor. La sentí entrar no sólo por mis pupilas, sino por cada uno de los poros de mi cuerpo. Ahora estaba seguro que la luz se estaba poniendo más espesa… todo se estaba comenzando a ahogar en esta luz blanca… pero las sombras… las sombras eran cada vez más oscuras. Todo se comenzó a borrar excepto por la mirada del hombre, que ahora había distorsionado en una horrible sonrisa.

    Sin perder un segundo saqué mi pistola y, antes de que pudiera borrar la mueca de tigre de su cara, le metí dos tiros en el pecho. Calló muerto inmediatamente, aún con la sonrisa en los labios pero con un brillo en los ojos que en vida no había poseído. Me intenté levantar, pero como si también hubiera sido herido de muerte, mi cuerpo se rehusó a seguir mis órdenes y se desplomó en la misma mesa que el cadáver. Lo último que recuerdo antes de que la luz lo tomara todo fue su olor a sudor, grasa de parrilla y aguardiente casero.

    Ya comenzaba a clarear cuando desperté. La niebla se había retirado a unos girones distantes y se podía ver por la ventana un cielo plomizo y atemorizado. Las luces del restaurante seguían bañando el interior con su pálida lumbre mortecina, dándole al rostro que me miraba del otro lado de la mesa un tono que le agregaba realidad a su muerte. Me costó recordar lo que me había pasado. Lentamente volvieron a mí las memorias de la noche anterior. El siniestro restaurante, la triste cena, mi mustio anfitrión y el aguardiente envenenado. Todo vino a mí con el paso de la claridad que crecía en oriente. Por suerte nadie vendría aquí en un buen tiempo, así que me di el lujo de reposar por diez minutos mi cabeza adolorida.

    Sabiendo que no podía tentar mi suerte, me encargué de limpiar el lugar, para que nadie se percatara de mi crimen por lo menos en lo que me tomaría regresar a la ciudad. No era la primera vez que hacía esto, esta operación, placida y meticulosa era por lo general la parte más olvidable de mis aventuras. Llevé conmigo el cadáver a la nevera con el descuido del niño que guarda los juguetes, pero lo que encontré ahí ha de perseguir mis pesadillas hasta mi última noche en la tierra. A primera vista era como cualquier otro refrigerador de restaurante, con reses colgadas, y carnes y verduras en las repisas, y esto fue lo que mi cerebro adolorido interpretó en los primeros momentos. Me tomó tiempo caer en cuenta que los torsos que estaban colgados no eran de cerdo… que los perniles en las repisas se asemejaban más a muslos de persona… y que había cinco cabezas que me miraban fijamente con ojos congelados.

    Todo cálculo, precaución y cuidado se fueron al carajo. Lo que originalmente habría sido la limpieza de platos tras el banquete se convirtió en la pesadilla soñada por un maldito enfermo que se deleitaba en compartiendo sus abominaciones con quienes luego agregaría a su colección. Siento que no sólo fue la mano de Dios quien me salvó de ese horrible destino, sino quien me usó para aplastar a esa escoria como a un insecto.

    Detrás de mí, en la carretera, se veía el fuego levantarse saludando de frente al sol naciente y llegó a mí el olor de la carne maldita que se cocinaba.

  • La picadura del Jején

    Por Pablo Santiago Ruiz
    Para León
    En una cronología tan plagada de conmociones como la colombiana, pareciera que la única constate histórica es la novedad; el caos reemplaza al escándalo que desplaza al descubrimiento, sobreponiendo capas y capas de sucesos hasta que ya nadie se acuerda de lo que pasó ayer. En parte esa falta de memoria revela una infinita capacidad para lo extraordinario; son pocos los que, como nosotros, se dan el lujo de arrojar milagros a la basura en espera del siguiente gran acontecimiento. Ninguna otra explicación se me ocurre para que, hoy por hoy, el legado del Jején sea apenas una curiosidad entre un puñado eruditos. A Mosquera mis conjeturas no parecieran sorprenderle. “Así e’ la gente”, me dice, y por su mirada me hace sentir que esa sencilla frase carga una intención enigmáticamente profunda.
    Muchos piensan que nuestro éxito pugilístico empieza y termina en San Basilio de Palenque. Ciertamente que defender un título de la AMB por cuatro años catapultó a Pambelé hacia un bienmerecido prestigio internacional. Sin embargo, existió otro gran boxeador costeño que brilló en los años setenta. Era costeño, sí, pero de la otra costa, de la más húmeda y aislada por una cordillera. La historia del Jején comienza en Pizarro, cabecera del Bajo Baudó, aciago municipio del departamento del Chocó. Para ese entonces Pizarro constaba de una calle con palafitos de cañabrava y dos o tres perros desnutridos. Ahí nació y se crio Astolfo Mosquera.
    “Desde pelao era bravo, por eso le pusieron el Jején”, afirma Eloísa Rincón, su única hija. “El cuento me lo ha repetido tantas veces que me lo sé de memoria: Cuando los otros muchachitos lo molestaban se ponía colorado; ahí mismo les zampaba su trompada, hasta que lo dejaron tranquilo. Y eso que él era el más chiquito.”.
    Pero la vida tenía más retos reservados para el exboxeador. Con el paso de los años esos mismos niños comenzaron a aventajarlo de una forma que solo puede entenderse como antinatural. A los 8 años alcanzó su máxima estatura de 1m con 6 cm. No por eso dejó de pelear. Al contrario, “práticamente to’o lo día manecía con un morao ditinto”, rememora Mosquera. Inverso a su tamaño se desarrolló su fuerza. En las pocas fotografías que he logrado rescatar de su adolescencia, sus músculos sobresalen incluso más que su estatura. “Cuando tenía quince año podía tumbá un burro de un puñetazo; eo sí, encaramándome a un taurete primero.”
    Fue su mánager, Rigoberto Urazán, el mismo que lo descubrió. “Hoy en día disponemos del internet, y a diario aparecen videos asegurando haber encontrado a la próxima futura estrella del deporte. En ese entonces no era así; si uno quería dar con un buen boxeador tenía que volverse a sí mismo cazatalentos; y por supuesto asumir los riesgos”, comenta Urazán mientras me muestra su mano derecha.
    “Jamás me cupo duda. Desde el principio supe que Astolfo tenía todas las aptitudes para convertirse en un futuro campeón del boxeo de enanos. Cuando lo encontré justo estaba agarrándose con dos tipos al mismo tiempo. Y no dos como él, por cierto; eran dos hombres hechos y derechos. Se me hizo igualito a un perro rabioso: aruñaba y mordía y echaba espuma por la boca; pareciera que los golpes no los sentía, hasta que por fin lo reventaron de un varillazo. Todavía en el piso me le acerqué y me presenté. Lo quería felicitar. Le pregunté que dónde había aprendido a pelear así. Sin saber muy bien cómo ya yo también estaba en el piso, y él arrancándome un pedazo del anular. Una enfermera me preguntó que qué había pasado con mi dedo; que todavía era posible coserlo si lo metía en una hielera hasta llegar a un hospital. Era imposible. Él se lo había tragado.”
    Urazán lo cobijó bajo su ala sin resentimientos. Llevóselo para Medellín en el 65, y le consiguió entrenador y hospedaje. Rápidamente sus espaldas se ensancharon, sus brazos engrosaron incluso más y todo su cuerpo alcanzó la imponente figura con la que sería conocido luego de ingresar a la OIBM (Organización Internacional de Boxeo Mini).
    “Imagínese, si hoy en día las peleas entre enanos son desorganizadas, a finales de los años sesenta era una verdadera carnicería: 20 rounds sobre un entarimado de tablas y sin protección. Yo hasta coleccionaba los dientes. Además de las cicatrices, de esos duelos con leyendas como el Balín Arango o el Guijarrito Ochoa apenas quedan las planillas”, rememora Urazán con una sonrisa. “Su estilo era muy agresivo. Tenía un movimiento de pies impecable, y una resistencia al dolor como ningún enano que haya conocido. Pero todo eso era opacado por la fuerza bruta de uno solo de sus puños. Era difícil conseguirle parejas de sparring.”.
    De a poco subió en el escalafón. En el 67 consiguió finalmente clasificar a la disputa por el cinturón de la OIMB. La pelea fue contra el peruano-japonés Yasujiro Takeuchi, de 1m 15 cm y para esa época veterano en su apogeo. Fue verdaderamente ahí donde el Jején se dio a conocer, sorprendiendo al defensor con un uppercut limpio que lo tendió sobre la lona al minuto y medio del primer asalto. Los próximos tres años constituyeron el pico de su carrera. Nadie podía tocar a Mosquera, y quien lo intentara terminaba noqueado antes de entender lo que había sucedido. Entre sus archivos encontré varias fotografías que retrataron sus días de gloria. El papel está bastante maltratado, y sin embargo se distingue sobre la humedad al general Rojas Pinilla junto a lo que aparenta ser un niño, pero que visto de cerca lleva guantes de boxeo.
    Tiempo hacía que el Jején no daba con un adversario digno: 28 peleas, 26 victorias (25 por k.O), 2 empates. La época de refriegas junto a las playas del Río Baudó había quedado en el pasado. Ahora sus peleas se agendaban en los casinos más prestigiosos de Las Vegas, epicentro del mundo del espectáculo. Pareciera mentira por cómo se ha vulgarizado, pero hubo un tiempo en el que el boxeo era un deporte verdaderamente masivo, incluida su modalidad mini.  
    La vida del Jején fue turbulenta adentro y afuera del ring. La llegada de una nueva década significó el comienzo de las apuestas desmedidas y la venta de drogas.  Los escándalos sobre cómo la mafia italiana halaba los hilos en las arenas eran cosa de todos los días. Aparentemente, los colombianos se avergonzaron de quedarse rezagados. Se rumorea que los hoteles de lujo en que se hospedó, al igual que el dinero para viajes y entrenadores privados lo sacó de sus afiliaciones con los capos de la cocaína. Mosquera se negó a hablar al respecto, y creo que fingió quedarse dormido cuando puse sobre su regazo una fotografía suya, junto a René Higuita y Pablo Escobar, tomada desde una avioneta sobrevolando la cárcel de la catedral.
    La reputación del Jején no llegaría a su máximo sino después que Joe Frazier asistiera a una de sus peleas. Es apenas aquí donde la crónica se vuelve verdaderamente sorprendente. Frazier comentó sobre lo pulida que era su técnica, para ser tan desproporcionado. “Contra boxeadores “normales” su jab sería prácticamente obsoleto, aunque igual sigue siendo de admirar”. Cuando el comentario llegó a oídos de Mosquera su respuesta no se hizo esperar. “Frazi e’ un gran boxeadó, pero yo soy ma’ rápido. E’ muy secillo: e’ ma’ difícil protegé el hígado cuando e’ golpe viene dede abajo”. Igua nunca va sucede, él y yo ni siqueira etamo e’ la mima clase po peso. Pero ecúchenme todo; ecuchame vos, negro: ifis me an iu, me win”.
    Su declaración fue recibida con una sonora carcajada por parte de los medios, tanto americanos como colombianos. Pero cuando Muhammad Ali, quien en dos años participaría junto con Frazier en la supuesta Pelea del Siglo, sentención que apostaría su oro olímpico por Mosquera, las cosas cambiaron de color. No por algo Ali pasó a la historia como el mejor de todos los tiempos; los medios que antes repetían hasta el cansancio los mismos chistes sin creatividad comenzaron a tomarse la hipotética pelea mucho más enserio.
    Muerto Luther King, y todavía empantanados con la impopular intervención militar en Vietnam, la indignación se extendió hasta lo más recóndito del espectro social. Nadie hubiera anticipado que los enanos estadounidenses fuesen tantos, mucho menos que pudiesen llegar a ejercer presión política. La comunidad liliputiense veía en el Jején al bastión de su clase, y tras el chispazo de Ali aprovecharon para encender el debate de la forma más pública posible. En Colombia sucedió de forma similar. Llovieron las apuestas contra Smoking Joe, mitad en broma, mitad como manifiesto.
    Pizarro apareció en el mapa. Por esos tiempos el fervor que se vivió en el pacífico colombiano sacudió a todo el país. De Estados Unidos ni se diga; los medios hacían una fortuna discutiendo sobre el David y Goliat del siglo XX, y los académicos liberales hablaban de una apología anticolonialista. El dinero llamó a más dinero, y contra todo pronóstico, se oficializó una fecha para la validación de título entre la AMB y la OIBM. Frazier se negó a pronunciarse, pero sí aceptó el millonario cheque que le ofrecieron por su participación.
    Sobre la pelea en sí no hay mucho qué decir. Apenas sonó la campana el Jején se aventó hacia su oponente con su acostumbrada ferocidad. Un solo puñetazo lo mandó hasta el otro lado del cuadrilátero. Diagnóstico: Fractura de cráneo y clavícula, tres días en coma inducido y una contusión severa. El silencio en la arena fue incómodo cuando Frazier intentó abrocharse su nuevo cinturón y comprendió que no le quedaba.
    Por unos segundos, todo el país se aferró a sus radios en espera de un upset imposible. En efecto que lo fue.  De la noche a la mañana el Jején pasó de ser un ídolo al hazmerreír de los aficionados al boxeo. Para bien o para mal, el único periódico que detalló su fracaso resultó siendo sacado de circulación. En 1970 Pastrana pasó a encabezar el frente nacional y al asunto del enano noqueado se le echó tierra encima.
    “Ese fue el principio de su desaparición. Astolfo me presionaba para que le consiguiera más peleas, pero ya nadie lo tomaba en serio. Me atreví a sugerirle que se volviera entrenador. Me miró con tanto odio que tuve que dar un paso atrás. Nunca más me volvió a hablar”, confiesa Urazán. El viejo mánager se soba lo que le queda de anular y se sume en un silencio melancólico. “El boxeo se acabó. Hoy en día a los mismos enanos les ofende, carajo”.
    Empiezo a organizar todas mis notas desde una casita de dos pisos a las afueras de Pizarro. Él mismo la mandó a construir con las regalías de su pelea. Las proporciones son a su medida; hay que agacharse para pasar por los marcos de las puertas. “¿Y qué pasó con el resto de sus millones?” Le pregunto. “FARC”, fue toda su respuesta.
    Entremezclados con cuadros del sagrado corazón, en las paredes cuelgan fotografías de Marciano, Foreman, Tyson y demás titanes del cuadrilátero. En el pueblo el generador lo apagan a las cuatro, por lo que no funciona el ventilador. El calor se me hace insoportable. Incluso así, puertas y ventanas mantienen cerradas por orden del Jején. Una mujer me trae un vaso de aguapanela. Se llama Zulma; es su cuidadora. Fue ella la que me ayudó a conseguir la entrevista.
    Me hayo frente a una figura irreconocible: casi septuagenario, y con el cuerpo debilitado por el párkinson, el único rasgo que conserva intacto es la nariz desfigurada por los golpes. Al fondo de su habitación hay una foto híper-ampliada de Joe Frazier. “No mucho pueden decí que aguantaron un guarapazo del campeón e’ peso pesao. No e’ contuvo, y po eso e’ voy a etar eternamente agraecío.”
    Cuando Zulma lo saca a pasear los niños le tiran piedras. Ya nadie lo llama el Jején, ahora es simplemente el enano del pueblo. En sus ojos a veces destella la misma rabia que lo impulsó a pelear hasta otro continente, pero ya su cuerpo no le responde. Por lo general es un anciano apacible; con los años hasta se ha vuelto conversador: Su actor favorito es Sylvester Stallone, le encanta el sudado de pescado y su mayor pasatiempo es sentarse a ver el mar. Piensa mucho es sus nietos, Joaquín y Jaqueline; viven en Medellín con Eloísa, pero no lo visitan nunca. Sobre el porqué se enfriaron sus relaciones ninguno de los dos quiso hacer un comentario. Eloísa es la que paga la cuidadora.
    De vuelta en Bogotá la presión por acabar mi crónica se hace más presente. Antes asisto a una pelea clandestina, que por cierto acabó sin un ganador y con la policía dispersando al público. Fue un espectáculo verdaderamente electrizante, incluso si hoy en día se ve con malos ojos. En cuanto a Mosquera, ahora su pelea es contra le vejez, la enfermedad y la soledad, oponentes incluso más formidables que el propio Frazier. Pero el Jején se mantiene con la guardia en alto. “Toca guerriá. E’ lo único qu’iecho toa la vida, y lo voy a seguí haciendo ata que me muera”. No sé qué decir. Me agacho para darle la mano a su nivel, mirándolo a los ojos. Él musita algo, pero no le entiendo; a veces se le hace difícil elevar la voz. Me acerco más a para que pueda susurrármelo.
    “Parate, mandaya sea”.

  • Monólogo sobre el horror y el deseo

    Por Andrés Carrero

    Joven, bella, tus risas, tu voz, tu brillo atraen a un hombre,

    Que no espera sino la hora en que el placer, imitando en

     ti la agonía, te llevará al límite de la locura. Tu desnudez,

    bella, ofrecida- silencio y presentimiento de un cielo sin fondo-

    es semejante al horror de la noche, cuyo infinito designa

    lo que no puede definirse y que sobre nuestras cabezas

     levanta un espejo de la muerte definitiva

    G. Bataille

    De visita en el Museo nacional, edifico que antaño era una prisión, recordé el horror y la belleza de la muerte, que negra como la tierra en mucho se parece al sueño. El recuerdo vino hasta mí, tomándome por las espaldas y provocando un espasmo fantasmagórico a través de la contemplación silenciosa y afortunada de uno de los cuadros de Epifanio Garay Caicedo: La mujer del levita de los montes de Efraím. De impecable finura y delicadeza, de sutiles tonos y facciones, el cuadro revela el encuentro de un sacerdote levita y el amarillento cadáver desnudo de su mujer, asesinada ante el umbral de una casa en los montes de Efraím. La mujer, muerta entre la ternura de quien parece vivir en los sueños, arrellanada entre unas carnes de erotismo irreprochable, bella, bella como la desnudez del cuerpo, causa en el sacerdote el horror profundo y la fascinación abismal, que se manifiestan en las deformaciones de sus gestos y en la impotencia de sus manos: solo mirándolo, no se atreve a tocar el cadáver, no se atreve a despertarlo de su último sueño, tal vez para no profanar, tal vez para no ceder a la lujuria. No es claro, pues, si su sentimiento es el dolor, la vergüenza o el asco. A pesar de todo lo que podría señalar sobre este cuadro, quiero ahora admitir que nunca me ha atraído por otra razón que no sea el cuerpo desnudo de la mujer: nunca me he acercado a este cuadro con un interés estético o moral; solo el deleite y la depravación mueven mi alma a detenerme y pensar su belleza, pero este deleite es el horror mismo.

    Miré por un largo rato el cadáver, cuidándome de que otros no sospecharan de mis inclinaciones y sin notarlo, de inmediato comencé a recordar, como si observara a través de una ventana, como si los días idos llegaran hasta mi cama, semejantes a las brisas nocturnas. Los huesos se estremecieron y la sangre ardía, las carnes palidecieron y los ojos en su visión se perdían. Un escalofrío me atravesó la columna, de abajo a arriba, y de un sueño lejano me desperté con violencia. El deseo y el deleite mundanos como un fantasma se habían esfumado: ya nada tenía que hacer frente al cuadro, nada podía observar en él y, así, ya no existía para mí. Una urgencia mayor me consumió, provocada por la facultad primordial del espíritu, es decir, la memoria. Del sueño involuntario, el recuerdo inocente, tenía que moverme hacia el sueño guiado, la escritura culpable. Abandoné la sala del museo y caminé a lo largo de un oscuro pasillo hasta una cafetería, en la que ahora escribo y dispongo mis juicios para enredar las palabras sobre el papel y, de esa manera, darle forma inteligible a los fragmentos del pasado que me persiguen. Lo que narro esta noche es una confesión.

    Al comienzo del año en que cumplía diecisiete, mi familia y yo nos mudamos a una mansión, hoy destruida y olvidada, en un barrio justo sobre las faldas de los cerros orientales de Bogotá, ya bien adentro en las montañas.  Desde las habitaciones, las terrazas y también desde las calles podía verse toda la ciudad, de sur a norte y de oriente a occidente. Aun cuando la mansión era de una arquitectura colonial, con las tejas de barro escarlata, vigas, marcos y balcones de madera, piedra pintada de blanco, solares, zaguanes y escaleras aquí y allí, jardines con fuentes y pozos, flores violetas y jazmines, ojos de poeta y enredaderas, vincas y arbustos, todo mi asombro y embrujamiento venía del cerro, de la brisa, de los senderos, de los árboles desnudos y sus hojas caídas. La simetría impecable de la mansión era apenas una sombra del misterio del bosque y la neblina, un murmullo de la voz de las cascadas y las montañas, un vago instante de la eternidad de lo que crece, se ramifica y muere. Nuestra mansión, entonces, carecía de interés para mí: su fuerza arquitectónica no me estaba velada, pero yo la ignoraba y la tenía por cosa superflua.

    Conocía, sin embargo, la mansión de esquina a esquina, puesto que eso era lo que me exigían mis inclinaciones y mi curiosidad, mas mi alma deseaba el verde exterior y la contemplación desde las ventanas me era muy insuficiente. Solo entre largas caminatas y paseos nocturnos me regocijaba, en consecuencia. No quería conocer la belleza con los ojos sino con los pies y las piernas. Muy pronto recorrí todos los senderos, descubrí las quebradas y el cerro me era cada vez más familiar, como una extensión de mi tacto y de los otros sentidos: un órgano que todavía no dominaba y nunca lo haría.

    Una tarde me escabullí hacia el cerro por entre unas ruinas del acueducto de la ciudad, con la necesidad de mirar desde una roca gigantesca, un gran huevo de piedra, un viejo monolito, el crepúsculo y el arrebolado cielo sin fondo que con él emerge. Caminé por el sendero hasta que sospechando de la hora y la posibilidad de llegar tarde a la piedra, me desvié y crucé por entre los pinos para cortar el camino. El desvío que decidí trajo consigo la desgracia y la fortuna, puesto que mi caminar apresurado se vio interrumpido por la presencia de una jovencita meditabunda y silenciosa que con la brisa oscilaba de aquí para allá sentada sobre un columpio hecho con trozos de una llanta de caucho y atado a la rama de uno de los pinos.

    Todo mi organismo, oculto tras los árboles y la luz turbia de la tarde, se detuvo para que la quietud fuese contemplativa y se sirviera de los ojos para admirar los cabellos castaños y la piel tersa de esa jovencita misteriosa, cuya posición y corporalidad evocaba en mí la certeza de que había algo inmortal en su presencia. Su rostro fue lo último que de ella reconocí: su delicadeza y su inteligencia brillando en los ojos hicieron que  en mí la palabra regresara, pues había enmudecido ante su cuerpo, que era más bien un espíritu, un fantasma, una idea y una melodía.

    Me hice notar, entonces, por medio de un gesto y un saludo mientras hacia ella era movido, embrujado y poseso, lúcido y elevado. Ella reconoció mi existencia y mis movimientos con serenidad y sin perturbaciones. De ninguna manera rehusó a dialogar conmigo, a revelar su nombre, cuyas letras ya no me atrevo a combinar para no hacer sensible su esencia bajo la forma de un signo. No lo soportaría. Ella también conoció mi nombre y con naturalidad lo decía, una y otra vez y de cuando en cuando hacía una observación sobre si era bello o si era feo.

    Me contó que todas las tardes salía a tomar un paseo mientras su hermano, su mellizo, tomaba lecciones de piano en la casa. Después de que las clases concluían, con el brotar de la noche, los hermanos juntos tomaban un paseo nocturno, ora por el barrio, ora por los cerros. Sospeché, entonces, que su hermano era un ser capaz de la belleza, un carácter elevado y sensible y ella lo corroboró diciendo que “nadie ama y comprende tanto la música como él…es una lástima que solo pueda salir de noche”. Ante tales palabras, el misterio emergió en mis pensamientos y gestos. Tal fue mi interés por conocer al extraño pianista que la hermosa jovencita quiso llevarme a su casa para que lo viera, para conocerlo, para oírlo.

    Caminamos juntos hacia su casa bajo la tiniebla del atardecer de fuegos ya mermados, una tiniebla azulina que pendía del rojizo cielo. Con cada uno de nuestros pasos, que en silencio habíamos armonizado, se comenzaban a desdibujar nuestros cuerpos, a borrarse en lo oscuro, dejando solo las sombras que emergían del crepitante alumbrado público. Llegamos con prontitud a la casa, que aun siendo una de las más grandes y fascinantes del barrio, por la penumbra nocturna era apenas visible desde unos diez o veinte metros. Atravesamos la verja, recorrimos el sendero del jardín, cuyas flores no distinguía por la vista y cuyos perfumes intensos formaban un remolino de ideas confusas en mí, y finalmente alcanzamos los blancos muros de la casa.

    En el pórtico ella se detuvo por unos segundos mirando mis ojos e hizo sonar la campana. Una nana abrió la puerta y del interior se escapó una luz enceguecedora, ambarina como la luna, que deshizo el fragmento de noche que nos rodeaba. Sin embargo, en el interior todo era más bien oscuro, opaco, pálido, enfermo. Las salas y las habitaciones eran todas silenciosas; a nadie podía escuchar, nada oía salvo el murmullo lejano de unas teclas de piano, una melodía sutil y melancólica que caía desde una de las habitaciones en el segundo piso. Parecía incluso que las notas musicales caminaban por la casa como hombres y mujeres en una fiesta, susurrando a un lado y otro, bajando por las escaleras y husmeando lo que sobre los muebles y estantes había.

    Ya íbamos a subir para reconocer la causa de la música que nos deleitaba, para deshacer el enigma y transformarlo en admiración, cuando la nana alzó su voz hacia la jovencita y le recordó “debe consultarlo con sus padres, que están en la habitación, antes de llevar algún visitante al cuarto del joven Lucio”. Ella entonces obedeció y dejándome en compañía de la nana fue a consultar con sus padres si yo podía ver o no a Lucio, cuyo nombre, luego de que la nana lo dijera, ya no habría de olvidarlo jamás.

    Tal fue el tiempo de espera que la nana me calentó unos bocadillos y me sirvió chocolate en un tacita. Mientras comía y bebía  vi a la jovencita desde una sala atravesar el largo pasillo del segundo piso, yendo de una habitación, la de sus padres, a otra, la de Lucio. En cuanto abrió la puerta dos o tres gatos de colores diversos salieron corriendo, despavoridos, llenos de espanto fueron a ocultarse quién sabe dónde. La música se detuvo de repente, pero como un eco en mis oídos todavía resonaban las notas e imaginaba los dedos de Lucio danzando sobre teclas de marfil. Pasaron diez, quince o veinte minutos hasta que ella dejó la habitación y bajó las escaleras, cargando sobre sí un gesto de insondable ofuscación y tristeza. Estaba avergonzada. Se acercó hasta mí y me explicó que sus padres no consideraban conveniente que yo viera a Lucio, pues era un desconocido para él y la familia; además, solo haberme llevado a la casa había causado tales molestias en Lucio que ya ni siquiera estaba dispuesto a tomar un paseo nocturno junto a su hermana. Ella me pidió que me fuera de la casa, evitando cualquier explicación ulterior. Parecía insinuar que ya no podríamos vernos, que el fatal olvido era lo único que nos esperaba.

    Atravesé el umbral con languidez, pesado por la desilusión e insatisfecho por el misterio. Di unos pasos y volteé para confirmar si ella me veía partir, desaparecer entre la noche. Ya no estaba allí. Me percaté con el vértigo de una mirada fugaz que algo extraño brillaba a través de uno de los cristales de las ventanas del segundo piso: una figura recogida, parda, oculta entre sus observaciones me seguía con sus ojos, penetraba mi carne con su visión inmóvil. Creí que era un gato hasta que comprendí que era demasiado grande y que a su lado había un piano. El espanto me acompañó durante el regreso a casa.

    El olvido fatal de la jovencita, sin embargo, jamás echó raíces en mi pensamiento: su forma, su luz, su voz y sus perfumes me visitaban a través de los espejismos de la memoria, que liberándose del tiempo traen alegrías y tristezas a las desoladas tardes. Soñaba con encontrarla de nuevo, poder visitarla en su casa. Soñándola, el horror de los descomunales ojos desaparecía, la duda entre lo real y lo ilusorio ya no me abrumaba más. Si conocí esa noche, en efecto, la sombra de Lucio es algo que poco me importa al contrastarlo con el deseo de la presencia de la jovencita. Tal era la fuerza de este que salía a tomar un paseo en las tardes para verla de nuevo, para provocar un encuentro afortunado. Atravesé las calles, las quebradas y los senderos del bosque y no la hallé, no la hallé por un largo tiempo, durante el que la desesperación romántica derrumbaba mi temple y comenzaba a deformar mi carácter. Por el angustioso dolor reconocía mi hechizado enamoramiento. 

    La afortunada casualidad de uno de mis paseos de la tarde, sin embargo, condujo tanto a la fascinación como al terror. Había caminado a lo largo de las calles, escabulléndome por escaleras y callejones mientras el día iba palideciendo en el atardecer y la temprana noche. Bajo las primeras crepitaciones de las luces nocturnas en las calles se desplegaba mi sombra y entre esos muchos soles sobre tallos de concreto la forma de las casas desaparecía y la longitud de las calles se hacía imposible de conjeturar. Seguí caminando bajo la noche, bajo el signo de mi soledad y desesperación. Sin si quiera sospecharlo, advertí la presencia de dos figuras, de dos cuerpos, el uno esbelto y definido, el otro desgarbado y borroso, que caminaban en la lejanía de mi espacio visual, yéndose juntos, en amistosa compañía. Por supuesto que en cuanto los vi ya había conjeturado y mi certeza era la causa del silencioso movimiento que ahora emprendía. Quería alcanzarlos sin que se percataran de que los acechaba como un gato a un par de aves. Dos pájaros de un solo tiro iban a caer: por un lado, recuperaría en mi corazón la presencia de la jovencita, la imagen que le devolvería lo vivo a mis días; quedaría satisfecho, por el otro, el misterio del rostro y los ojos de Lucio, el pianista para el que la luz del día estaba prohibida.

    Ya tan cerca estaba de ellos, a una distancia tal que un disparo de escopeta no podría fallarse, que caminaba sobre la cabeza de sus largas sombras recostadas sobre la mustia calle. Llevó hasta sus oídos una brisa serena mi voz que saludaba interrumpiendo una conversación. Primero volteó ella y, sonriendo con timidez, oculta entre sus cabellos, vino hasta mí. El otro permaneció de espaldas, envuelto su cuerpo rechoncho y corto entre un abrigo que hasta los tobillos le llegaba, sumido su cráneo bajo un sombrero negro y alargado y doblegado su torso por una joroba de dromedario enano. Ella lo llamó para que se acercara y, entonces, conocí su rostro sin luz y sus manos terribles. Como los brazos de las que brotaban, estas eran gigantescas y famélicas, bañadas por la inteligencia natural del músico, pero con unos dedos larguísimos y tiesos enroscados sobre sí que semejaban las ramas de un chamizo y cuyas puntas finalizaban en unas ennegrecidas uñas. Pero fue aquel, su rostro, lo que en verdad me estremeció: la piel, como la de las manos, era recia y arrugada, dura como el cuero de un caimán, pero henchida de un gris pálido como el de los rinocerontes; las cuencas de los ojos eran abismales y estos eran más bien esferas pequeñas, abiertas hasta su límite, cuyas pupilas dilatadísimas provocaban una miraba penetrante y demencial, aguda y alucinada; de la nariz aguileña y torcida se escurría un bozo negro del cual, a su vez, se desprendían unos labios amarillentos y asimétricos, en forma de Z, que ocultaban unos dientes verdosos, separados y de los que ninguno estaba en su lugar, hecho que causaba la imposibilidad de la sonrisa. Era casi ridículo sugerir que este monstruo pequeño fuese el hermano mellizo de aquella jovencita. Eran la luz y la sombra, ella un ángel y él un árbol viejo: de una llegaban vientos frescos hasta mi corazón que se alegraba; del otro se extendía la negrura y el vértigo de la noche hasta mis entrañas, que se retorcían entre la confusión y el horror.

    Mi presencia fue inconveniente, pues suscitaba el fastidio y la ansiedad en Lucio y esto incomodaba un poco a la joven, que luego de presentarme a su mellizo me dijo que ya iban de regreso a la casa y que podía acompañarlos si quería. No lo dudé un segundo. Acepté y caminamos sin pronunciar muchas palabras, sin recuperar la conversación que con mi presencia se había perdido. Lucio no emitió un solo ruido, una sola oración y a cada instante iba alejándose, ora hacia delante tal vez para no estar cerca de mí, ora hacia atrás, tal vez para vigilarme. Aunque me importaba poco agradarle a Lucio, sí quería conocerlo, por lo que traté de hablar de música, sobre pianistas, sobre Bach y Chopin, pero no hubo ninguna respuesta de Lucio, antes bien, todo lo que le preguntaba era siempre contestado por su hermana con cierta prisa, con cierto deseo de que cerrara la boca y, entonces, así lo hice. Cuando estábamos llegando a la casa, tres o cuatro gatos aparecieron de entre la penumbra y corrieron hacia la casa aterrorizados por Lucio, que iba unos pasos delante de nosotros. Pronto él atravesó el pórtico y antes de perderse por la puerta, desde donde la nana nos vigilaba como un centinela, grité “¡Hasta mañana, Lucio!”. Ni si quiera volvió la mirada sobre mí. Ella y yo nos quedamos  frente a la verja, primero mirándonos y, luego, conversando un poco sobre lo que había ocurrido. La nana, sin embargo, no dejaba de observarnos, de condenarnos con su maldita mirada. La jovencita se disculpó por el comportamiento de su hermano, asumiendo una carga que nadie le exigía; después me explicó que Lucio era un ser temido y solitario, que sufría el encierro que sus padres le imponían por vergüenza y para no deshonrar a la familia. La única por la que reconocía amor era su hermana, la única que no lo repudiaba, la única que aun en su deformidad podía quererlo. Lucio pasaba la jornada encerrado en su habitación, oculto para las visitas y para los amigos de la familia, tocando su piano y mirando a través de la ventana la mudez de los hechos, de los cerros, de los árboles, de la gente que lo ignoraba. A penas se le permitía conocer por una hora el mundo nocturno, el de la desolación y el aislamiento, el único que, dadas las circunstancias, le era comprensible.

    Desesperada por la tardanza de la joven, la nana la llamó gritando su nombre y amenazas en su contra. Antes de que se fuera le pregunté si nos veríamos pronto, si quería caminar por el cerro o por la calle y, entonces, le confesé que no podía olvidarla, que estaba siempre en el caos de mi alma. Desapareciendo entre el jardín y el pórtico dijo que sí y luego la nana cerró la puerta de un golpe y yo sentí frío. Como algo me observaba desde un ventanal del segundo piso preferí largarme con rapidez, sin cuestionar ni la realidad ni la naturaleza de esa mirada.

    La joven y yo comenzamos a vernos con cierta frecuencia para caminar o para descansar, para hablar o para mirarnos en eterno silencio. Ordenábamos el mundo para que nuestro encuentro fuera posible y los otros hechos nos eran superfluos. Nos encontrábamos casi siempre en las tardes y nos consumía la fuerza del rojizo crepúsculo, del arrebolado oleaje del cielo y las nubes. Nos reuníamos para observar, se encontraban nuestros espíritus con la razón primordial de lograr una disposición contemplativa superior. Una que otra vez, paseábamos junto a Lucio en la noche: él en la lejanía, atrás o adelante y ella y yo cada vez más cerca. Mientras estaba adelante, yo sabía que Lucio se esforzaba por escucharme, por desentrañar el sentido de mis palabras y decidir si el amor de su hermana hacia mí valía algo o era una pérdida de tiempo; y mientras estaba detrás , yo sabía que clavaba su mirada sobre mi espalda con una clara intención homicida. En mí una parte de los pensamientos estaba siempre plena y alegre, llena de amor por la joven; la otra parte sufría el vértigo ante el abismo de Lucio, siempre aterrorizada, esperando con espanto su voz y sus lánguidos movimientos. Pensaba, entonces, que esas manos descomunales podrían asfixiarme con facilidad, que las manos del pianista y el asesino son las mismas.

    El tiempo, las semanas y los meses hicieron que la joven comenzara a dedicar más horas de su jornada a mi compañía. Nuestros paseos de la tarde fueron prolongándose más y más, extendiéndose hasta la noche. Hubo paseos en los que ella por completo se olvidaba de Lucio y él, entonces, tenía que caminar desolado, con tristeza terrible o, lo que era peor, extendía su encierro, que lo hacía miserable y lo sumía en el tedio natural de toda existencia.

    A veces en nuestras caminatas, ya de noche, cuando los rostros no se dejaban distinguir con facilidad, nos encontrábamos a Lucio, cuya mirada de odio caía primero sobre mí y luego se desviaba con menor violencia hacia su hermana. Sin esforzar si quiera un poco la voz, sin repetir las palabras de su mente, los insultos que no escuchábamos, se desviaba ignorando las invitaciones de la hermana para que se quedara con nosotros. La soledad de Lucio se hizo tan soportable que incluso en una ocasión lo pillamos tomando con sigilo un paseíto nocturno en compañía de la nana. Cuando nos descubrió, su rostro se llenó de gestos de vergüenza y yéndose, por un largo tiempo yo no volví a verlo ni en las calles ni en los cerros. Lucio sentía el abandono y, en efecto, había sido abandonado. Su hermana, sin embargo, aún lo seguía queriendo.

    No pocas veces ocurrió que Lucio, sumido en su desesperanza y en su solitaria furia, nos seguía a la joven y a mí para vigilarnos y para espiarnos y, después de todo, para no prolongar su encierro. Nos siguió unas veces hasta los cerros, otras hasta las quebradas. Trataba de ser sigiloso, mas su torpeza y mi suspicacia siempre lo delataban. Mi joven amada nunca lo vio espiándonos y yo nunca quise decirle, pues no quería delatar a Lucio, no quería herirlo más. Al fin y al cabo yo también era causa de su dolor y de su abandono. A veces me acosa el arrepentimiento por nunca haberle dicho nada a la joven hermana.

    Caminábamos una tarde rojiza y arrebolada como todas las tardes afortunadas hacia el cerro para ver el crepúsculo, pues era semejante al de la tarde en que por primera vez la vi. Llegamos a la roca gigantesca, al huevo de piedra y allí el rojo del firmamento, su sanguinolencia inocente, nos atrapó con su augurio y su belleza. La oscuridad fue emergiendo con lentitud, rodeándonos como un sueño aletargado de sopor a los ojos del durmiente. Si hablamos, nada tuvo importancia. En la noche, sobre la roca, bajo el ambarino de la luna, conocí el cuerpo de mi amada y a través de él, su amor, su amor de mujer. La conocí con el tacto por sobre la vista, pues estaba muy oscuro. Las manos también son unos ojos.

    Cuando ya nos íbamos, oí un ruido familiar entre las hojas alrededor, un ruido que había estado oyendo desde hacía un buen rato, quizás incluso desde la caída de lo nocturno. Era el sonido de unos pasos que quebraban las hojas sobre el suelo. De un lado a otro, siguiendo las sombras con los ojos, buscaba entre los árboles hasta que a través de un halo de luz de luna que bañaba tenuemente todo alrededor reconocí esa mirada abismal y esa figura monstruosa que me observaba siempre desde el ventanal del segundo piso. Lucio nos había vigilado desde los árboles. En cuanto yo lo vi, él desapareció con sutileza.

    Esa noche la joven y yo nos prometimos encontrarnos de nuevo sobre la roca gigantesca a la tarde siguiente, con el surgir de la noche tras el crepúsculo, para que la repetición fijara el recuerdo y así la experiencia.

    Salí de mi casa al siguiente día como a las seis cuando ya todo el barrio se estaba consumiendo en la negrura de la noche y las casas resurgían de la oscuridad por medio del alumbrado público, que consigo traía las sombras y las siluetas de los caminantes. Seguía el sendero que había decidido. Iba hacia el cerro a encontrarme con mi amada cuando en una calle me topé con Lucio, que se me apareció detrás de un roble sobre la acera. Fue entonces esa la primera vez que pude oír su voz. No podría decir que la escuché. Las palabras salían de sus intestinos y en la enrevesada boca se atascaban. Me preguntó si podía caminar conmigo hacia donde mi destino fuere, solo me seguiría. Mi estupefacción fue de suma inconveniencia: perdí toda lucidez, mis huesos estaban más tiesos y mis carnes más gélidas. Decidí que Lucio me acompañara hasta la roca para que allí su hermana decidiera qué hacer con él, pues con respecto a un ser de naturaleza grotesca nunca hay forma adecuada de proceder. Qué podría decirle yo que hiciera.

    Nos metimos en las faldas del bosque, allá en los cerros, en la lejanía de lo nocturno, en el silencio de los árboles y seguimos el sendero juntos, Lucio adelante y yo atrás, como si fuera él quien me guiaba hacia ella, hacia mi amada. No dijimos una sola palabra durante el camino. Solo oí los gemidos de dolor de Lucio, pues cojeaba y el sendero era difícil. Pronto llegamos a la roca.

    Desde cierta distancia vi el cuerpo de mi amada, arropado bajo su vestido y bañado por la ambarina luz de Luna, que caía sobre sus carnes, arrellanadas sobre la piedra en un descanso profundo. Llegamos hasta ella y mientras Lucio me observaba, los horrores me tumbaron de un espasmo: caí de rodillas ante el cuerpo de mi amada, cuerpo que era incapaz de tocar, para no despertarla de su ensoñación eterna, de esa noche sin final que sus ojos cerrados veían. Sobre su cuello tenía unas marcas provocadas por unas manos grandísimas y unos dedos filudos. Ella estaba, por lo demás, intacta, sumida en una ligereza indescriptible. En su rostro brillaba un gesto de absoluta imperturbabilidad e inteligencia, que era el gesto de su belleza. La veía por última vez como la había visto la primera. El origen de mi horror era incierto, pero el cuerpo de mi amada solo causaba fascinación. Lucio me dijo, entonces, “ella aún puede despertar, dime qué quieres hacer”. Esa noche la enterramos, perpetuando su sueño inmortal.