Por Pablo Santiago Ruiz
Para León
En una cronología tan plagada de conmociones como la colombiana, pareciera que la única constate histórica es la novedad; el caos reemplaza al escándalo que desplaza al descubrimiento, sobreponiendo capas y capas de sucesos hasta que ya nadie se acuerda de lo que pasó ayer. En parte esa falta de memoria revela una infinita capacidad para lo extraordinario; son pocos los que, como nosotros, se dan el lujo de arrojar milagros a la basura en espera del siguiente gran acontecimiento. Ninguna otra explicación se me ocurre para que, hoy por hoy, el legado del Jején sea apenas una curiosidad entre un puñado eruditos. A Mosquera mis conjeturas no parecieran sorprenderle. “Así e’ la gente”, me dice, y por su mirada me hace sentir que esa sencilla frase carga una intención enigmáticamente profunda.
Muchos piensan que nuestro éxito pugilístico empieza y termina en San Basilio de Palenque. Ciertamente que defender un título de la AMB por cuatro años catapultó a Pambelé hacia un bienmerecido prestigio internacional. Sin embargo, existió otro gran boxeador costeño que brilló en los años setenta. Era costeño, sí, pero de la otra costa, de la más húmeda y aislada por una cordillera. La historia del Jején comienza en Pizarro, cabecera del Bajo Baudó, aciago municipio del departamento del Chocó. Para ese entonces Pizarro constaba de una calle con palafitos de cañabrava y dos o tres perros desnutridos. Ahí nació y se crio Astolfo Mosquera.
“Desde pelao era bravo, por eso le pusieron el Jején”, afirma Eloísa Rincón, su única hija. “El cuento me lo ha repetido tantas veces que me lo sé de memoria: Cuando los otros muchachitos lo molestaban se ponía colorado; ahí mismo les zampaba su trompada, hasta que lo dejaron tranquilo. Y eso que él era el más chiquito.”.
Pero la vida tenía más retos reservados para el exboxeador. Con el paso de los años esos mismos niños comenzaron a aventajarlo de una forma que solo puede entenderse como antinatural. A los 8 años alcanzó su máxima estatura de 1m con 6 cm. No por eso dejó de pelear. Al contrario, “práticamente to’o lo día manecía con un morao ditinto”, rememora Mosquera. Inverso a su tamaño se desarrolló su fuerza. En las pocas fotografías que he logrado rescatar de su adolescencia, sus músculos sobresalen incluso más que su estatura. “Cuando tenía quince año podía tumbá un burro de un puñetazo; eo sí, encaramándome a un taurete primero.”
Fue su mánager, Rigoberto Urazán, el mismo que lo descubrió. “Hoy en día disponemos del internet, y a diario aparecen videos asegurando haber encontrado a la próxima futura estrella del deporte. En ese entonces no era así; si uno quería dar con un buen boxeador tenía que volverse a sí mismo cazatalentos; y por supuesto asumir los riesgos”, comenta Urazán mientras me muestra su mano derecha.
“Jamás me cupo duda. Desde el principio supe que Astolfo tenía todas las aptitudes para convertirse en un futuro campeón del boxeo de enanos. Cuando lo encontré justo estaba agarrándose con dos tipos al mismo tiempo. Y no dos como él, por cierto; eran dos hombres hechos y derechos. Se me hizo igualito a un perro rabioso: aruñaba y mordía y echaba espuma por la boca; pareciera que los golpes no los sentía, hasta que por fin lo reventaron de un varillazo. Todavía en el piso me le acerqué y me presenté. Lo quería felicitar. Le pregunté que dónde había aprendido a pelear así. Sin saber muy bien cómo ya yo también estaba en el piso, y él arrancándome un pedazo del anular. Una enfermera me preguntó que qué había pasado con mi dedo; que todavía era posible coserlo si lo metía en una hielera hasta llegar a un hospital. Era imposible. Él se lo había tragado.”
Urazán lo cobijó bajo su ala sin resentimientos. Llevóselo para Medellín en el 65, y le consiguió entrenador y hospedaje. Rápidamente sus espaldas se ensancharon, sus brazos engrosaron incluso más y todo su cuerpo alcanzó la imponente figura con la que sería conocido luego de ingresar a la OIBM (Organización Internacional de Boxeo Mini).
“Imagínese, si hoy en día las peleas entre enanos son desorganizadas, a finales de los años sesenta era una verdadera carnicería: 20 rounds sobre un entarimado de tablas y sin protección. Yo hasta coleccionaba los dientes. Además de las cicatrices, de esos duelos con leyendas como el Balín Arango o el Guijarrito Ochoa apenas quedan las planillas”, rememora Urazán con una sonrisa. “Su estilo era muy agresivo. Tenía un movimiento de pies impecable, y una resistencia al dolor como ningún enano que haya conocido. Pero todo eso era opacado por la fuerza bruta de uno solo de sus puños. Era difícil conseguirle parejas de sparring.”.
De a poco subió en el escalafón. En el 67 consiguió finalmente clasificar a la disputa por el cinturón de la OIMB. La pelea fue contra el peruano-japonés Yasujiro Takeuchi, de 1m 15 cm y para esa época veterano en su apogeo. Fue verdaderamente ahí donde el Jején se dio a conocer, sorprendiendo al defensor con un uppercut limpio que lo tendió sobre la lona al minuto y medio del primer asalto. Los próximos tres años constituyeron el pico de su carrera. Nadie podía tocar a Mosquera, y quien lo intentara terminaba noqueado antes de entender lo que había sucedido. Entre sus archivos encontré varias fotografías que retrataron sus días de gloria. El papel está bastante maltratado, y sin embargo se distingue sobre la humedad al general Rojas Pinilla junto a lo que aparenta ser un niño, pero que visto de cerca lleva guantes de boxeo.
Tiempo hacía que el Jején no daba con un adversario digno: 28 peleas, 26 victorias (25 por k.O), 2 empates. La época de refriegas junto a las playas del Río Baudó había quedado en el pasado. Ahora sus peleas se agendaban en los casinos más prestigiosos de Las Vegas, epicentro del mundo del espectáculo. Pareciera mentira por cómo se ha vulgarizado, pero hubo un tiempo en el que el boxeo era un deporte verdaderamente masivo, incluida su modalidad mini.
La vida del Jején fue turbulenta adentro y afuera del ring. La llegada de una nueva década significó el comienzo de las apuestas desmedidas y la venta de drogas. Los escándalos sobre cómo la mafia italiana halaba los hilos en las arenas eran cosa de todos los días. Aparentemente, los colombianos se avergonzaron de quedarse rezagados. Se rumorea que los hoteles de lujo en que se hospedó, al igual que el dinero para viajes y entrenadores privados lo sacó de sus afiliaciones con los capos de la cocaína. Mosquera se negó a hablar al respecto, y creo que fingió quedarse dormido cuando puse sobre su regazo una fotografía suya, junto a René Higuita y Pablo Escobar, tomada desde una avioneta sobrevolando la cárcel de la catedral.
La reputación del Jején no llegaría a su máximo sino después que Joe Frazier asistiera a una de sus peleas. Es apenas aquí donde la crónica se vuelve verdaderamente sorprendente. Frazier comentó sobre lo pulida que era su técnica, para ser tan desproporcionado. “Contra boxeadores “normales” su jab sería prácticamente obsoleto, aunque igual sigue siendo de admirar”. Cuando el comentario llegó a oídos de Mosquera su respuesta no se hizo esperar. “Frazi e’ un gran boxeadó, pero yo soy ma’ rápido. E’ muy secillo: e’ ma’ difícil protegé el hígado cuando e’ golpe viene dede abajo”. Igua nunca va sucede, él y yo ni siqueira etamo e’ la mima clase po peso. Pero ecúchenme todo; ecuchame vos, negro: ifis me an iu, me win”.
Su declaración fue recibida con una sonora carcajada por parte de los medios, tanto americanos como colombianos. Pero cuando Muhammad Ali, quien en dos años participaría junto con Frazier en la supuesta Pelea del Siglo, sentención que apostaría su oro olímpico por Mosquera, las cosas cambiaron de color. No por algo Ali pasó a la historia como el mejor de todos los tiempos; los medios que antes repetían hasta el cansancio los mismos chistes sin creatividad comenzaron a tomarse la hipotética pelea mucho más enserio.
Muerto Luther King, y todavía empantanados con la impopular intervención militar en Vietnam, la indignación se extendió hasta lo más recóndito del espectro social. Nadie hubiera anticipado que los enanos estadounidenses fuesen tantos, mucho menos que pudiesen llegar a ejercer presión política. La comunidad liliputiense veía en el Jején al bastión de su clase, y tras el chispazo de Ali aprovecharon para encender el debate de la forma más pública posible. En Colombia sucedió de forma similar. Llovieron las apuestas contra Smoking Joe, mitad en broma, mitad como manifiesto.
Pizarro apareció en el mapa. Por esos tiempos el fervor que se vivió en el pacífico colombiano sacudió a todo el país. De Estados Unidos ni se diga; los medios hacían una fortuna discutiendo sobre el David y Goliat del siglo XX, y los académicos liberales hablaban de una apología anticolonialista. El dinero llamó a más dinero, y contra todo pronóstico, se oficializó una fecha para la validación de título entre la AMB y la OIBM. Frazier se negó a pronunciarse, pero sí aceptó el millonario cheque que le ofrecieron por su participación.
Sobre la pelea en sí no hay mucho qué decir. Apenas sonó la campana el Jején se aventó hacia su oponente con su acostumbrada ferocidad. Un solo puñetazo lo mandó hasta el otro lado del cuadrilátero. Diagnóstico: Fractura de cráneo y clavícula, tres días en coma inducido y una contusión severa. El silencio en la arena fue incómodo cuando Frazier intentó abrocharse su nuevo cinturón y comprendió que no le quedaba.
Por unos segundos, todo el país se aferró a sus radios en espera de un upset imposible. En efecto que lo fue. De la noche a la mañana el Jején pasó de ser un ídolo al hazmerreír de los aficionados al boxeo. Para bien o para mal, el único periódico que detalló su fracaso resultó siendo sacado de circulación. En 1970 Pastrana pasó a encabezar el frente nacional y al asunto del enano noqueado se le echó tierra encima.
“Ese fue el principio de su desaparición. Astolfo me presionaba para que le consiguiera más peleas, pero ya nadie lo tomaba en serio. Me atreví a sugerirle que se volviera entrenador. Me miró con tanto odio que tuve que dar un paso atrás. Nunca más me volvió a hablar”, confiesa Urazán. El viejo mánager se soba lo que le queda de anular y se sume en un silencio melancólico. “El boxeo se acabó. Hoy en día a los mismos enanos les ofende, carajo”.
Empiezo a organizar todas mis notas desde una casita de dos pisos a las afueras de Pizarro. Él mismo la mandó a construir con las regalías de su pelea. Las proporciones son a su medida; hay que agacharse para pasar por los marcos de las puertas. “¿Y qué pasó con el resto de sus millones?” Le pregunto. “FARC”, fue toda su respuesta.
Entremezclados con cuadros del sagrado corazón, en las paredes cuelgan fotografías de Marciano, Foreman, Tyson y demás titanes del cuadrilátero. En el pueblo el generador lo apagan a las cuatro, por lo que no funciona el ventilador. El calor se me hace insoportable. Incluso así, puertas y ventanas mantienen cerradas por orden del Jején. Una mujer me trae un vaso de aguapanela. Se llama Zulma; es su cuidadora. Fue ella la que me ayudó a conseguir la entrevista.
Me hayo frente a una figura irreconocible: casi septuagenario, y con el cuerpo debilitado por el párkinson, el único rasgo que conserva intacto es la nariz desfigurada por los golpes. Al fondo de su habitación hay una foto híper-ampliada de Joe Frazier. “No mucho pueden decí que aguantaron un guarapazo del campeón e’ peso pesao. No e’ contuvo, y po eso e’ voy a etar eternamente agraecío.”
Cuando Zulma lo saca a pasear los niños le tiran piedras. Ya nadie lo llama el Jején, ahora es simplemente el enano del pueblo. En sus ojos a veces destella la misma rabia que lo impulsó a pelear hasta otro continente, pero ya su cuerpo no le responde. Por lo general es un anciano apacible; con los años hasta se ha vuelto conversador: Su actor favorito es Sylvester Stallone, le encanta el sudado de pescado y su mayor pasatiempo es sentarse a ver el mar. Piensa mucho es sus nietos, Joaquín y Jaqueline; viven en Medellín con Eloísa, pero no lo visitan nunca. Sobre el porqué se enfriaron sus relaciones ninguno de los dos quiso hacer un comentario. Eloísa es la que paga la cuidadora.
De vuelta en Bogotá la presión por acabar mi crónica se hace más presente. Antes asisto a una pelea clandestina, que por cierto acabó sin un ganador y con la policía dispersando al público. Fue un espectáculo verdaderamente electrizante, incluso si hoy en día se ve con malos ojos. En cuanto a Mosquera, ahora su pelea es contra le vejez, la enfermedad y la soledad, oponentes incluso más formidables que el propio Frazier. Pero el Jején se mantiene con la guardia en alto. “Toca guerriá. E’ lo único qu’iecho toa la vida, y lo voy a seguí haciendo ata que me muera”. No sé qué decir. Me agacho para darle la mano a su nivel, mirándolo a los ojos. Él musita algo, pero no le entiendo; a veces se le hace difícil elevar la voz. Me acerco más a para que pueda susurrármelo.
“Parate, mandaya sea”.