Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar

Sonrisas y gritos

Por Andrés Carrero

¿A dónde te has ido? ¿Huiste o tu cautiverio se ha desplazado? ¿Acaso nunca me dejaste? Poco me importa, pues yo no te olvido y mucho me temo que tú ya no puedas recordarme. A lo mejor ya no sabes nada: tal vez tu alma es solo negrura y tus inmóviles ojos no consiguen ninguna visión que de vida al pensamiento. Por eso, quiero contarte, aun cuando ya no puedas oír, el curso de los acontecimientos tal como se manifiestan en el espejismo de la experiencia y de las reflexiones posteriores, que has de haberlo supuesto ya, no pocas noches me hicieron palidecer y desear con ira mi destrucción.

Pudiste notar, mientras por este municipio caminabas, que aquí toda urbanización es inútil e imposible, que la selva, por esta o aquella razón, siempre se extiende hasta las calles, las plazas e incluso hasta el corazón de las casas. La humedad todo lo envuelve y lo asfixia como una culebra a su presa, sea en el día, sea en la noche, de a poco los muros se deshacen; los árboles crecen enloquecidos, llenos de vértigo y si bien sus frondosas capas nos alivian con la sombra y con la belleza, sus hondas raíces todo lo deforman, todo lo hacen curvo, agrietado e irregular; las bestias rondan aquí y allí, como los caminantes: desde perros, gatos, gallinas toros y caballos hasta culebras, monos, osos hormigueros, babillas y chigüiros. 

De la llanura puede decirse, para el deleite de tu oído, que es ingobernable, indomable e inmortal; no hay forma alguna en que la ciudad llegue a amansarla, en que sus briosos movimientos por esta sean apaciguados. ¡Está viva! La selva y los llanos orientales, por ello, están también en su gente, a través de esta también crecen y respiran: están en los gestos, en las palabras, en los ritmos y en las arpas. Déjame decirte, sin embargo, que sobre todo esto descansan la fascinación y la maldición del llano, cuya forma humana, el llanero, solo puede ser contradictoria e incomprensible, tan lúcida y elevada como estulta y brutal.

Cuando yo te vi llegar al municipio hace unos meses atravesabas la plaza y las calles bajo la fulguración crepuscular del cielo, que dominaba toda la llanura del firmamento en una explosión de naranjas y de rojos, muy sanguinolentos, por lo demás. Contigo llevabas la inocencia y el amor del llano, pero tu esposo cargaba sobre las anchas espaldas su fuerza letal y sus horrores naturales. Con solo verte ya sabía que tu camino era largo, que los ríos bravos y las noches desoladas de la llanura habían pronunciado tu nombre: habías atravesado la selva para llegar a nuestro municipio, que era tu destino, como el de muchos viajeros, y no sé si tu fin, como el de otros tantos. A todos los que te vimos atravesar por primera vez la ciudad nos hechizaron tus ropas raídas y extenuadas y el chinchorro de infinitos colores en el que habías envuelto tus objetos, las cosas que eran tuyas y explicaban tu naturaleza. En sus cuerpos, el tuyo y el de tu esposo, gritaban el dolor, el cansancio, la sed y el hambre; pero de sus rostros, almas de la carne, se desprendía un silencio profundo, una muda imperturbabilidad. Después de todo, ya nada podía dañarlos. Siempre hay algo de misticismo en los llaneros que, como tú, emprenden esos largos viajes a la ciudad. Nadie se niega a contemplarlos, nadie se niega a adoptar su silencio mientras atraviesan calles y plazas.

Para mi fortuna, tú arribaste a una vieja casa cerca de la mía, una que por mucho tiempo había estado abandonada. Quizás regresabas después de mucho tiempo, pero a mí nunca me importó saber nada de esas contingencias. Cuando llegaste, la hierba del jardín era tan alta que las piernas de todo aquel que en ella se metía en seguida desparecían; había hormigueros por todas partes y la humedad había desollado los muros de la casa, dejándolos sin pinturas y desnudos en un concreto gris que se calentaba mucho y lo sumía todo en un sopor del infierno. Pasaron unos pocos días desde tu llegada, tal vez una semana y cambiaste por completo la apariencia miserable de la casa en una, cuando menos, lúgubre y sombría, pero habitable.

Pasabas el día, desde la madrugada que anunciaban los gallos y las pavas hasta el final de la tarde, que se desplegaba con las sombras y el regreso de la gente, ora haciendo oficios de la casa, ora viendo los hechos de la calle desde el pórtico para descansar. Si estabas encerrada en la casa o no, era algo que carecía de importancia para mí. Me animaba tu existencia y su mera posibilidad ocupaba todos los pensamientos que sobre ti me alcanzaron. Yo te veía siempre que del colegio regresaba, como a las dos de la tarde, allí en el pórtico, disfrutando de la sombra  que pendía de la casa y de unos naranjales en frente. Todo el barrio estaba colmado de naranjas y, por ello, de naranjas que desprendían un perfume ácido, que el calor exacerbaba. 

Mi mirada fija tú la contrarrestabas con una infaltable sonrisa: nunca me ocultaste el brillo  de esos dientes chuecos y grandísimos que, no obstante su tamaño, te permitían encerrarlos tras los labios. Así pues, tu sonrisa era siempre voluntaria o, cuando menos, era tu deseo secreto sonreírme. No importaba lo que estuvieses haciendo, tendiendo ropa o solo mirando, cada día de la semana, a las dos, mis ojos se encontraban con tu gesto vago y hermoso. Si alguna vez hablamos durante esos encuentros es algo que ya no recuerdo y que carece de importancia para este relato, pues en mi memoria no hay rastro de palabras tuyas; solo la lengua más clara de los gritos me consta que podías hablar. No teníamos nada que decirnos.

De todas estas miradas y sonrisas, miradas y sonrisas, miradas y sonrisas, un día y el otro y al siguiente, sin fin, sonrisas y miradas que se habían transformado en la cumbre y en la dicha de la jornada, yo estaba ya hartándome, no porque la repetición en mí condujera al tedio, sino porque temía que con las horas, los días y las semanas, tus dientes y mis ojos fuesen alejándose, desprendiéndose unos de otros y olvidándose en el sucio hueco de lo ordinario y trivial. Terrible era el dolor que me consumía cuando imaginaba en ensoñaciones que a las dos de la tarde, cuando acontecía mi regreso, tú viéndome llegar entrabas en la casa o sin sonrisa me permitías pasar frente a ti tal vez ignorándome o tal vez diciendo buenas tardes, sin que mi presencia estremeciera tu corazón. Un artificio tenía que ingeniar para que tu fascinación, expresada en una sonrisa, jamás mermara, para que comprendieras que detrás de tus dientes encerrabas un frenético deseo de mirarme y pronunciar las letras de mi nombre.

De mis preocupaciones y mis afanes pronto brotó la lucidez y de ella la artimaña que provocaría nuestra separación, si es cierto que te fuiste y no sigues allí sentada en la sala de tu casa. Cuando todos estos sentimientos fatales abrazaban mis pensamientos, asfixiándolos como una culebra, todos los jovencitos del colegio fuimos convocados para resolver la situación militar ante el maldito estado: la mayoría serían reclutados para ofrecer servicios militares; otros nos iríamos a las grandes ciudades para estudiar o hacer cualquier otra cosa.  Todos llevábamos  de la casa al colegio y del colegio a casa una bolsita llena de fotografías de nuestros rostros: fotografías en las que vestíamos camisas y corbatas y nuestros rostros se esforzaban por alcanzar la elegancia. Yo sabía que mi mirada, a pesar de ser oscura, era de profundidad abismal, una mirada de Búho que embrujaba a todo aquel que con ella se topara. Tú lo sabes bien, porque nadie la conoce mejor: a nadie jamás miré como a ti.

Entonces una tarde, a las dos, yo regresaba del colegio a casa, llevando la bolsita en la mano y las fotografías dentro de ella. De nuevo, a la vez que mi caminar se hacía más lento, mesurado y preciso, tu sonrisa halló su causa en la mirada que con noble malicia te entregué. Di un par de pasos y me detuve para que observaras mi espalda y te fijaras en mis movimientos: de la bolsita tomé una fotografía y con suma delicadeza la dejé sobre la acera, frente al pórtico de tal modo que fuese fácil para ti conjeturar que algo te dejaba, que algo en secreto te entregaba. Me fui sin observar tu reacción, esperando que recogieras la fotografía para darle vida sensible a tus recuerdos, a la fotografía que en tu deseo descansaba. Supuse que cuando en ella vieras mi rostro también te sería inevitable la sonrisa voluntaria.

No te vi de nuevo hasta que aconteció lo que luego, en la desolación de mi memoria, en las desfondadas noches de insomnio, hizo que los hilos del terror se tejieran sobre mí. Yo regresaba del colegio, a las dos, unos tres o cuatro días después del asunto de la fotografía. Ya antes de pasar frente a tu casa yo noté la sombría marca de tu ausencia, pues eras tú la que bañaba de luz ese pórtico miserable y oscurecido por los negros tejados de asbesto y por las ramas de los naranjos. Tu asiento, dispuesto para ver la calle y para sonreírme, estaba ocupado por un llanero gigantesco que yo ya conocía pero había ignorado, un hombre de mirada y rostro ensombrecidos por la densidad de la barba corta y las cejas. Un hombre brutal, un Rasputín sentado, oyendo la brisa, viendo la calle, viéndome a los ojos, con los suyos bien abiertos y dirigidos por algún pensamiento monstruoso. Ni siquiera pude saludarlo: seguí mi camino sin mirar atrás, sin perseguir explicaciones. Solo me largué. El llano está en su gente.

Llegué a casa y me encerré en la habitación; traté de leer un libro y de pensar en otra cosa. La huella de tu esposo tenía tal fuerza que yo me aprisionaba entre sospechas y suspicacias sobre su extraña aparición en el pórtico y por qué tú no habías estado allí. Una o dos horas después tocaron la puerta, cuando ya estaba tranquilo. Una, dos y tres veces golpearon, como si quien llamara no estuviese dispuesto a esperar a que yo abriera. Era él, era tu esposo, que a través de la cortina que cubría el cristal de la puerta desplegaba una sombra que se había tragado toda la luz del zaguán, toda la luz de la tarde, toda la luz. Mi mano se enfrió tanto que parecía que la puerta se abría sola, se abría con la mera presencia del hombre, tan grande que su cuerpo impidió que la luz se colara por el marco y regresara al zaguán. Con gélida afabilidad tu esposo me pidió que caminara con él, pues necesitaba consultar y mostrarme algo. Era inteligente. Yo no pude negarme: sabía cuál era el asunto por el que estaba buscándome. Mi artimaña, en la que en efecto habías caído, ahora me castigaba por medio de sus consecuencias accidentales.

Cuando caminábamos ya por la calle, entre naranjos y frutos caídos, tu esposo, el Rasputín, sacó de su bolsillo la fotografía que yo te había entregado. Fuiste tan inocente como estúpida para escribir al respaldo: “tus ojos…”. El hombre me preguntó si yo era el de la fotografía. Claro que era una pregunta retórica, cuya respuesta había de ser tautológica: “sí, ese soy yo”, le dije. Me preguntó luego si yo había escrito lo que al respaldo decía: “tus ojos…”. Lo negué. Entonces me explicó que había hallado la fotografía oculta entre unos cajones tuyos, escondida entre las páginas de una biblia y que necesitaba saber si tal como tú decías, yo mismo fui quien te entregó la fotografía. Yo le conté al Rasputín todo el asunto de la situación militar, de la bolsita de fotos y señalé que lo más probable era que tú hubieras hallado una fotografía que se resbaló de mi bolsillo y la hubieras guardado. Tenía que mentir.

Yo terminé de inventar todas esas explicaciones fantasiosas, creyendo que me habían salvado y sin darme cuenta, distraído por el terror, estábamos ya frente a tu casa, frente al pórtico desde el que me sonreías, desde el que te paraste a recoger la fotografía y guardarla entre el consuelo de una biblia. Tu esposo me pidió que lo acompañara, que entrara con él en la casa, pues quería aclarar el asunto. Entré yo primero y luego él cerró la puerta, envolviéndolo todo en una penumbra fantasmal. Todas las ventanas, todas las puertas, todas las persianas estaban cerradas: la casa hervía como un caldero para brujas, los muros parecían derretirse en la tiniebla y la humedad cochambrosa de todo se había prendido. El sopor era insoportable. Tu esposo me pidió que bajara unas escaleras que llevaban del zaguán a la sala principal.

Bajé y al voltear hacia la sala te reconocí. Mis huesos se pulverizaron, mis piernas se estremecieron: amarrada de manos y piernas, con unas sábanas a los brazos y patas de una silla de madera oscura estabas tú, moviendo tus ojos de lado a lado, casi asfixiada, incapaz de sonreír, por una soga entre tus dientes que te impedía hablar, que te impedía gritar. A penas gemías y con tu gesto suplicabas mi ayuda. Por detrás de mí llegó tu esposo y tiró la fotografía sobre tu regazo con desprecio. Te reprochó con odio que yo había negado tu relato, el verdadero, sobre la aparición de la fotografía. Él entonces me miró para corroborar y yo dije: “Sí, yo creo que se me cayó; es lo más probable”. Te recriminó con severos gestos y brutales palabras haberme causado todo este problema. Tu esposo me protegía. Qué horror nos devoraba, a ti y a mí: tu llanto lento se escurría de tus ojos y yo por dentro temblaba descontrolado. Al final, cuando desapareció el último rayo de sol que bañaba una de las persianas viejas, él me dijo que me fuera, que no dijera una sola palabra y que ya no molestara más. Yo me fui corriendo, despavorido te abandoné.

Esa noche oí desde mi habitación, desde la ventana, tus gritos de dolor y auxilio, que por mucho lograron revertir el obstáculo de la soga. Gritaste con tanta fuerza, con tanto horror durante toda la noche, desgarrando la soledad de mi corazón, hasta que por fin en la madrugada callaste y los gallos gritaron por ti. A veces, en las noches de insomnio, cuando en visiones me persigues pienso en tu boca, que yo de diversas maneras había deformado, y me pregunto si quedaste amarrada a esa silla, con la sonrisa llena de moscas.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: