Por Andrés Carrero

Si uno lo piensa bien, el científico no es el ser más inteligente de la sociedad, como se suele creer, sino que es el más bruto. Es el más lento en reconocer verdades que los hombres comunes reconocieron incluso siglos antes. El último en descubrir las revelaciones científicas siempre es el científico, el más bobo de la sociedad. La religión, la brujería, el arte y la filosofía siempre saben con mucha anterioridad lo que el científico después de años de investigación descubre y demuestra. Y si uno se tiene que esforzar tanto para llegar a reconocer lo que los demás ya reconocieron, entonces no queda más que aceptar que uno es bobito.
Desde hace años los científicos, psicólogos y médicos, le han impuesto a la sociedad mundial una nueva gran preocupación, un nuevo gran problema, un nuevo gran misterio por resolver, una nueva superstición: la enfermedad y la salud mental. Los científicos no solo inventaron un problema gravísimo sino que se pusieron a sí mismos como la única solución posible, la única salida racional y real de un problema falso e ilusorio. Ya no solo piensan y descubren grandes verdades, sino que también son bondadosos salvadores, que por supuesto cobran bien caro por sus milagros. Es que la mejor manera de imponer el poder propio es ofrecerse a sí mismo como salvación, como solución final. Al menos en eso no fueron tan lentos.
Ahora todos están convencidos de que necesitan ir a terapia, ahora todos creen en el gran problema de la salud mental, ahora todos son una mano de deprimidos que se quieren matar. Pues que se maten. ¿Y no sería bueno eso, que se mataran de una vez? ¿No debería el suicidio ser una política pública en vez de ser una epidemia? ¿No aceptan todos que hay un gran problema de escases de alimentos y un grave problema de pobreza en ciertos países? Si se fomenta el suicidio, digamos que con bonos y pensiones vitalicias para las familias de los muertos, ¿no se contribuye a facilitar la redistribución de las riquezas, erradicar el hambre, el desempleo, la brutal competencia de nuestro sistema? Si aumentamos radicalmente las tasas de suicidio, ¿no disminuimos radicalmente las tasas de contaminación? ¿No se disminuyen los problemas de tráfico en las ciudades? No vayas a terapia, mátate de una vez.
Como todos creen en el gran problema de la salud mental, en la epidemia de la depresión, entonces por pura lógica todos creen en la terapia, en los psicólogos, en los psiquiatras, en sus tratamientos y sus drogas, en sus hechizos y sus pociones. Y para mí eso no es ningún problema; antes bien, yo soy un gran defensor de las supersticiones y creo que enriquecen la vida humana tanto como cualquier conocimiento científico.
Pero en vez de ir a terapia y pagar por la salvación como buenos cristianos, por qué no nos detenemos a pensar quiénes son en verdad los que sufren la misteriosa depresión, quiénes son los que se están matando a diario, quiénes son los que nos dejan sus cuerpos para que la sociedad se encargue de recogerlos y ocultarlos con vergüenza, primero en sanatorios mentales y después en cementerios.
Excluyamos a los despechados y a los que perdieron a sus queridos, pues el desamor y la muerte de los amados son los dolores supremos que la vida nos depara, ¿quiénes quedan entonces? ¿No son en su gran mayoría, o por lo menos en una gran cantidad, los endeudados, los negros, los indigentes, los exiliados, los presos, los desplazados, los homosexuales, los travestis, los desempleados, los gordos, los anoréxicos, los hijos que sufren violencia familiar, los discapacitados, las mujeres violadas, los adolescentes reprimidos y agotados por el colegio o la universidad, los trabajadores explotados y humillados, los drogadictos, los marginados?
¿Y no son ellos, además de los deprimidos y los suicidas, probablemente fracasados (porque si hay algo cierto es que los suicidas tienden a ser muy poco eficientes para matarse), los perseguidos por la sociedad, los que sufren las consecuencias de nuestra forma de vida? Y si al parecer a esta gente la sociedad la odia tanto, ¿entonces por qué vemos su suicidio como un grave problema? ¿Por qué la sociedad buscaría (por medio de instituciones, programas, hospitales) la salud de los seres que ella misma desprecia? ¿No hay allí algo raro, contradictorio, incluso hipócrita?
En cualquier caso, si no se suicidan, siguen existiendo altas probabilidades de que alguien los mate o que mueran precozmente por otras causas. De qué sirve ir a terapia para curarse de la depresión y evitar el suicidio, si de todas formas la estadística augura una muerte temprana para una gran cantidad de presos, de negros, de exiliados y de transexuales. ¿No sería, entonces, más fácil y menos hipócrita para la sociedad ahorrarse el trabajo de curarlos y simplemente dejar que ellos mismos se encarguen? ¿No sería mejor olvidar de una vez todo eso de la salud mental y que la depresión haga el trabajo sucio? Incluso los soldados y policías, los valientes héroes de las naciones, ¿no quedan muchos de ellos completamente traumatizados y débiles después de ejecutar masacres y atrocidades contra poblaciones enteras? ¿No se vuelven alcohólicos y drogadictos después de cumplir con el deber? ¿Estos hombres fuertes no tienen que ir también a terapias como cualquier otro idiota llorón que no puede soportar su realidad? ¿Para qué perder el tiempo juzgando y castigando sus crímenes de guerra si la naturaleza sola puede hacerlo?
Aquí la verdad es que una gran cantidad de los suicidas, por no decir la mayor parte, son un producto natural de los pilares de nuestra sociedad, de sus instituciones fundamentales, de su división en clases: los bancos, los colegios, las universidades, las fábricas, las oficinas, la cárcel, la familia, el ejército, cada una pone su grano de arena para que la gente desista del deseo de vivir, cada una contribuye a llenar los hospitales y los cementerios. Es curioso, por decir lo menos, aunque no es muy sorprendente, que los suicidas se correspondan con los individuos cuya vida la sociedad, las instituciones y la moral se encargan de entorpecer y despreciar, los individuos cuya existencia misma está en constante contradicción con la sociedad en la que viven, sea porque pertenecen a determinada clase, sea porque pertenecen a determinada comunidad. Son los individuos cuya vida la sociedad se encarga de hacer miserable.
El gran misterio psicológico ya no parece ni tan misterioso ni tan psicológico. ¿Por qué en nuestra sociedad un endeudado o un desempleado se querría matar? Pues porque apenas puede sobrevivir, apenas puede mantenerse con vida y poner un pan en su boca. ¿Por qué un preso se deprime y se suicida? Pues porque le han quitado todo lo que hacía que su vida fuera deseable, la libertad. ¿Por qué una persona que pasa por lo menos una tercera parte del día en un trabajo miserable se querría suicidar? ¿Por qué hay empobrecidos, marginalizados, humillados que no quieren vivir? La cuestión científica se vuelve entonces una perogrullada trivial que cualquier idiota puede resolver.
Cuando se habla del suicidio como una epidemia, como un grave problema que afecta a una gran cantidad de la población, de inmediato nos enloquecemos y nos convencemos de que en efecto es una epidemia, una peste que ha surgido en la naturaleza y que desgraciadamente se ha extendido hasta el mundo humano. Es lo que nos tocó, nada se puede hacer. El suicidio es otro virus propagándose de pueblo en pueblo. Necesitamos una vacuna, un medicamento. A nadie se le ocurre que tal vez es solo una consecuencia natural de la forma en que la sociedad vive, que la depresión y el suicido no es la enfermedad sino el síntoma, que no se trata de una epidemia que de repente comenzó a invadir los cerebros humanos, sino que también se trata de una creación humana. ¿Por qué los banqueros, los senadores, los presidentes, los generales y coroneles, los grandes empresarios, los terratenientes no se están suicidando? ¿por qué la epidemia no llega a sus casas? Porque de pronto no es ninguna epidemia ni ninguna enfermedad mental.
Pero aceptemos que la enfermedad existe y entonces miremos qué han hecho los salvadores de nuestro mundo, los nuevos profetas de la salud y la felicidad. ¿Qué hicieron? Crearon el hospital mental, del que nació el consultorio, y crearon el fármaco antidepresivo. Esos han sido sus tres milagros, sin contar la moda de ir a terapia, que en cualquier caso solo la clase más adinerada de la sociedad puede pagar.
Miremos de reojo el hospital, que es más grande y, por lo tanto, más fácil de observar. A este le pasa lo mismo que a la cárcel y el colegio. Las cárceles están hacinadas, todos los días son encerrados más criminales, violadores, asesinos, ladrones; y sin embargo, vemos no solo que el crimen no disminuye sino que incluso en diferentes periodos aumenta. Los colegios y las universidades están llenas, cada vez hay más gente educada, bachilleres y profesionales, y cada vez existen más posibilidades de que la gente se eduque y, sin embargo, vemos que la estupidez no merma, en cada esquina uno se encuentra un bobazo con incluso dos o tres títulos académicos. Es claro que tanto la cárcel como el colegio y la universidad son instituciones fallidas, no cumplen su propósito o por lo menos no el que le prometen abiertamente a la sociedad.
La justicia y la educación son una mentira. Sus tortuosos métodos no dan los resultados que prometen. Pero miremos cómo le va a la salud y al sanatorio mental, por lo demás muy parecido en su infraestructura y burocracia a un colegio y a una cárcel.
Cualquiera que conozca algo de hospitales y sanatorios mentales se habrá encontrado con una situación muy peculiar: para una gran cantidad de recluidos no es la primera ni la segunda vez que llegan a un hospital mental, sino que fácilmente puede ser la cuarta, quinta, sexta, séptima vez que un médico recomienda el encierro. ¿No es esto algo curioso? Incluso hay muchas personas que son recluidas en hospitales mentales varias veces al año por varios años o que llevan recluidas muchos años.
¿Por qué llamaríamos medicina a unos tratamientos bastante severos y muchas veces humillantes (el encierro siempre es una brutalidad y no es la única brutalidad de los hospitales) que, sin embargo, hacen que sus pacientes tengan que someterse a ellos repetidas veces, una y otra vez, hasta que después de muchos años de entrar y salir terminan matándose de igual forma, por no hablar de la gran cantidad de locos que se matan directamente en los hospitales? ¿Por qué llamaríamos medicina a un tratamiento que muchas veces no sirve para nada y del que tampoco se pueda decir con certeza que fue su aplicación lo que trajo la cura, lo que evitó la muerte? ¿Acaso es la depresión tan invencible como el cáncer en sus peores estados, tan invencible que ni si quiera los tratamientos más radicales, como el aislamiento social y la constante medicación, son eficientes? ¿No será que los tales tratamientos ni siquiera son tratamientos, sino solo la satisfacción de un deseo de encerrar a ciertas personas, de ocultarlas de la sociedad así sea por unos meses? De nuevo recordemos quiénes son los que en la sociedad se suicidan. ¿No son personas que de por sí ya están encerradas y reprimidas? ¿No son casualmente seres que de por sí la sociedad quiere encerrar y ocultar? ¿Y no es el hospital mental una institución muy adecuada para ese propósito?
Si una persona tiene que recluirse repetidas veces en un hospital mental, si tiene que vivir saliendo y entrando para finalmente suicidarse, entonces es claro que la reclusión no lo está curando, es claro que no le ha quitado el deseo de matarse.
Aquí el problema no es el error, el hecho de que se esté sometiendo a mucha gente al encierro, la terapia y la medicación sin que esto de verdad le traiga salud. La medicina siempre ha sido algo experimental y esto la ha llevado a cometer atrocidades, homicidios y torturas. La historia de la medicina es una historia de crueldad y la crueldad siempre ha sido una fuente importante del conocimiento. Ese problema de la crueldad, sin embargo, a mí no me interesa. Aquí el problema es la hipocresía, es que lo que todavía parece un montón de experimentaciones se está ofreciendo como una solución verdadera y eficiente, una cura irrefutable, cosa que claramente no es.
Siempre puede uno cuestionar: si la salud mental no está ayudando a sus enfermos, pues se siguen matando a pesar de los tratamientos, ¿a quién está ayudando? ¿Por qué se insiste tanto en algo que no produce los beneficios que promete? ¿No es el problema de la salud mental un gran chivo expiatorio para ignorar, consciente o inconscientemente, los profundos problemas de nuestra sociedad y lo que sus instituciones hacen a los individuos? ¿Las palabras pandemia, epidemia, crisis, no son expresiones que suscitan el miedo y el horror y que, en consecuencia, impiden pensar la verdadera causa de los problemas? Solo hay dos posibilidades: o el problema médico de la depresión y el suicidio es peor que el del cáncer o simplemente la medicina no da con las verdaderas causas de los problemas y por lo tanto sus artificios no son adecuados y la sociedad seguirá produciendo suicidas de forma misteriosa.
Los hospitales mentales están llenos, los consultorios psicológicos y psiquiátricos atienden a personas deprimidas día y noche, los psiquiatras inundaron las ciudades y las almas con fármacos antidepresivos, cuyo único beneficio real en la vida humana es que postergan la eyaculación; pero los suicidas siguen ahí, matándose unos tras otros incluso después de haber pagado duros tratamientos, soportado largos encierros, y haberse convertido en farmacodependientes en nombre de la salud. La terapia ha sido tan eficiente como el suicidio para reducir la cantidad de personas deprimidas, solo que suicidarse es mucho más barato, así los deprimidos tengan que intentarlo tres o cuatro veces antes de lograrlo. En cualquier caso, después de siglos de investigaciones, los psicólogos y psiquiatras van a descubrir las clases sociales, la opresión sobre ciertas comunidades y sus consecuencias en los individuos. Después de mirar incontables veces el cerebro humano y la conducta del individuo van a descubrir que ni el hambre ni la humillación ni la explotación son la fuente de la felicidad sino que son la causa de que merme el deseo de vivir. Pero eso ya todos lo sabían.