Por Andrés Carrero
Joven, bella, tus risas, tu voz, tu brillo atraen a un hombre,
Que no espera sino la hora en que el placer, imitando en
ti la agonía, te llevará al límite de la locura. Tu desnudez,
bella, ofrecida- silencio y presentimiento de un cielo sin fondo-
es semejante al horror de la noche, cuyo infinito designa
lo que no puede definirse y que sobre nuestras cabezas
levanta un espejo de la muerte definitiva
G. Bataille
De visita en el Museo nacional, edifico que antaño era una prisión, recordé el horror y la belleza de la muerte, que negra como la tierra en mucho se parece al sueño. El recuerdo vino hasta mí, tomándome por las espaldas y provocando un espasmo fantasmagórico a través de la contemplación silenciosa y afortunada de uno de los cuadros de Epifanio Garay Caicedo: La mujer del levita de los montes de Efraím. De impecable finura y delicadeza, de sutiles tonos y facciones, el cuadro revela el encuentro de un sacerdote levita y el amarillento cadáver desnudo de su mujer, asesinada ante el umbral de una casa en los montes de Efraím. La mujer, muerta entre la ternura de quien parece vivir en los sueños, arrellanada entre unas carnes de erotismo irreprochable, bella, bella como la desnudez del cuerpo, causa en el sacerdote el horror profundo y la fascinación abismal, que se manifiestan en las deformaciones de sus gestos y en la impotencia de sus manos: solo mirándolo, no se atreve a tocar el cadáver, no se atreve a despertarlo de su último sueño, tal vez para no profanar, tal vez para no ceder a la lujuria. No es claro, pues, si su sentimiento es el dolor, la vergüenza o el asco. A pesar de todo lo que podría señalar sobre este cuadro, quiero ahora admitir que nunca me ha atraído por otra razón que no sea el cuerpo desnudo de la mujer: nunca me he acercado a este cuadro con un interés estético o moral; solo el deleite y la depravación mueven mi alma a detenerme y pensar su belleza, pero este deleite es el horror mismo.
Miré por un largo rato el cadáver, cuidándome de que otros no sospecharan de mis inclinaciones y sin notarlo, de inmediato comencé a recordar, como si observara a través de una ventana, como si los días idos llegaran hasta mi cama, semejantes a las brisas nocturnas. Los huesos se estremecieron y la sangre ardía, las carnes palidecieron y los ojos en su visión se perdían. Un escalofrío me atravesó la columna, de abajo a arriba, y de un sueño lejano me desperté con violencia. El deseo y el deleite mundanos como un fantasma se habían esfumado: ya nada tenía que hacer frente al cuadro, nada podía observar en él y, así, ya no existía para mí. Una urgencia mayor me consumió, provocada por la facultad primordial del espíritu, es decir, la memoria. Del sueño involuntario, el recuerdo inocente, tenía que moverme hacia el sueño guiado, la escritura culpable. Abandoné la sala del museo y caminé a lo largo de un oscuro pasillo hasta una cafetería, en la que ahora escribo y dispongo mis juicios para enredar las palabras sobre el papel y, de esa manera, darle forma inteligible a los fragmentos del pasado que me persiguen. Lo que narro esta noche es una confesión.
Al comienzo del año en que cumplía diecisiete, mi familia y yo nos mudamos a una mansión, hoy destruida y olvidada, en un barrio justo sobre las faldas de los cerros orientales de Bogotá, ya bien adentro en las montañas. Desde las habitaciones, las terrazas y también desde las calles podía verse toda la ciudad, de sur a norte y de oriente a occidente. Aun cuando la mansión era de una arquitectura colonial, con las tejas de barro escarlata, vigas, marcos y balcones de madera, piedra pintada de blanco, solares, zaguanes y escaleras aquí y allí, jardines con fuentes y pozos, flores violetas y jazmines, ojos de poeta y enredaderas, vincas y arbustos, todo mi asombro y embrujamiento venía del cerro, de la brisa, de los senderos, de los árboles desnudos y sus hojas caídas. La simetría impecable de la mansión era apenas una sombra del misterio del bosque y la neblina, un murmullo de la voz de las cascadas y las montañas, un vago instante de la eternidad de lo que crece, se ramifica y muere. Nuestra mansión, entonces, carecía de interés para mí: su fuerza arquitectónica no me estaba velada, pero yo la ignoraba y la tenía por cosa superflua.
Conocía, sin embargo, la mansión de esquina a esquina, puesto que eso era lo que me exigían mis inclinaciones y mi curiosidad, mas mi alma deseaba el verde exterior y la contemplación desde las ventanas me era muy insuficiente. Solo entre largas caminatas y paseos nocturnos me regocijaba, en consecuencia. No quería conocer la belleza con los ojos sino con los pies y las piernas. Muy pronto recorrí todos los senderos, descubrí las quebradas y el cerro me era cada vez más familiar, como una extensión de mi tacto y de los otros sentidos: un órgano que todavía no dominaba y nunca lo haría.
Una tarde me escabullí hacia el cerro por entre unas ruinas del acueducto de la ciudad, con la necesidad de mirar desde una roca gigantesca, un gran huevo de piedra, un viejo monolito, el crepúsculo y el arrebolado cielo sin fondo que con él emerge. Caminé por el sendero hasta que sospechando de la hora y la posibilidad de llegar tarde a la piedra, me desvié y crucé por entre los pinos para cortar el camino. El desvío que decidí trajo consigo la desgracia y la fortuna, puesto que mi caminar apresurado se vio interrumpido por la presencia de una jovencita meditabunda y silenciosa que con la brisa oscilaba de aquí para allá sentada sobre un columpio hecho con trozos de una llanta de caucho y atado a la rama de uno de los pinos.
Todo mi organismo, oculto tras los árboles y la luz turbia de la tarde, se detuvo para que la quietud fuese contemplativa y se sirviera de los ojos para admirar los cabellos castaños y la piel tersa de esa jovencita misteriosa, cuya posición y corporalidad evocaba en mí la certeza de que había algo inmortal en su presencia. Su rostro fue lo último que de ella reconocí: su delicadeza y su inteligencia brillando en los ojos hicieron que en mí la palabra regresara, pues había enmudecido ante su cuerpo, que era más bien un espíritu, un fantasma, una idea y una melodía.
Me hice notar, entonces, por medio de un gesto y un saludo mientras hacia ella era movido, embrujado y poseso, lúcido y elevado. Ella reconoció mi existencia y mis movimientos con serenidad y sin perturbaciones. De ninguna manera rehusó a dialogar conmigo, a revelar su nombre, cuyas letras ya no me atrevo a combinar para no hacer sensible su esencia bajo la forma de un signo. No lo soportaría. Ella también conoció mi nombre y con naturalidad lo decía, una y otra vez y de cuando en cuando hacía una observación sobre si era bello o si era feo.
Me contó que todas las tardes salía a tomar un paseo mientras su hermano, su mellizo, tomaba lecciones de piano en la casa. Después de que las clases concluían, con el brotar de la noche, los hermanos juntos tomaban un paseo nocturno, ora por el barrio, ora por los cerros. Sospeché, entonces, que su hermano era un ser capaz de la belleza, un carácter elevado y sensible y ella lo corroboró diciendo que “nadie ama y comprende tanto la música como él…es una lástima que solo pueda salir de noche”. Ante tales palabras, el misterio emergió en mis pensamientos y gestos. Tal fue mi interés por conocer al extraño pianista que la hermosa jovencita quiso llevarme a su casa para que lo viera, para conocerlo, para oírlo.
Caminamos juntos hacia su casa bajo la tiniebla del atardecer de fuegos ya mermados, una tiniebla azulina que pendía del rojizo cielo. Con cada uno de nuestros pasos, que en silencio habíamos armonizado, se comenzaban a desdibujar nuestros cuerpos, a borrarse en lo oscuro, dejando solo las sombras que emergían del crepitante alumbrado público. Llegamos con prontitud a la casa, que aun siendo una de las más grandes y fascinantes del barrio, por la penumbra nocturna era apenas visible desde unos diez o veinte metros. Atravesamos la verja, recorrimos el sendero del jardín, cuyas flores no distinguía por la vista y cuyos perfumes intensos formaban un remolino de ideas confusas en mí, y finalmente alcanzamos los blancos muros de la casa.
En el pórtico ella se detuvo por unos segundos mirando mis ojos e hizo sonar la campana. Una nana abrió la puerta y del interior se escapó una luz enceguecedora, ambarina como la luna, que deshizo el fragmento de noche que nos rodeaba. Sin embargo, en el interior todo era más bien oscuro, opaco, pálido, enfermo. Las salas y las habitaciones eran todas silenciosas; a nadie podía escuchar, nada oía salvo el murmullo lejano de unas teclas de piano, una melodía sutil y melancólica que caía desde una de las habitaciones en el segundo piso. Parecía incluso que las notas musicales caminaban por la casa como hombres y mujeres en una fiesta, susurrando a un lado y otro, bajando por las escaleras y husmeando lo que sobre los muebles y estantes había.
Ya íbamos a subir para reconocer la causa de la música que nos deleitaba, para deshacer el enigma y transformarlo en admiración, cuando la nana alzó su voz hacia la jovencita y le recordó “debe consultarlo con sus padres, que están en la habitación, antes de llevar algún visitante al cuarto del joven Lucio”. Ella entonces obedeció y dejándome en compañía de la nana fue a consultar con sus padres si yo podía ver o no a Lucio, cuyo nombre, luego de que la nana lo dijera, ya no habría de olvidarlo jamás.
Tal fue el tiempo de espera que la nana me calentó unos bocadillos y me sirvió chocolate en un tacita. Mientras comía y bebía vi a la jovencita desde una sala atravesar el largo pasillo del segundo piso, yendo de una habitación, la de sus padres, a otra, la de Lucio. En cuanto abrió la puerta dos o tres gatos de colores diversos salieron corriendo, despavoridos, llenos de espanto fueron a ocultarse quién sabe dónde. La música se detuvo de repente, pero como un eco en mis oídos todavía resonaban las notas e imaginaba los dedos de Lucio danzando sobre teclas de marfil. Pasaron diez, quince o veinte minutos hasta que ella dejó la habitación y bajó las escaleras, cargando sobre sí un gesto de insondable ofuscación y tristeza. Estaba avergonzada. Se acercó hasta mí y me explicó que sus padres no consideraban conveniente que yo viera a Lucio, pues era un desconocido para él y la familia; además, solo haberme llevado a la casa había causado tales molestias en Lucio que ya ni siquiera estaba dispuesto a tomar un paseo nocturno junto a su hermana. Ella me pidió que me fuera de la casa, evitando cualquier explicación ulterior. Parecía insinuar que ya no podríamos vernos, que el fatal olvido era lo único que nos esperaba.
Atravesé el umbral con languidez, pesado por la desilusión e insatisfecho por el misterio. Di unos pasos y volteé para confirmar si ella me veía partir, desaparecer entre la noche. Ya no estaba allí. Me percaté con el vértigo de una mirada fugaz que algo extraño brillaba a través de uno de los cristales de las ventanas del segundo piso: una figura recogida, parda, oculta entre sus observaciones me seguía con sus ojos, penetraba mi carne con su visión inmóvil. Creí que era un gato hasta que comprendí que era demasiado grande y que a su lado había un piano. El espanto me acompañó durante el regreso a casa.
El olvido fatal de la jovencita, sin embargo, jamás echó raíces en mi pensamiento: su forma, su luz, su voz y sus perfumes me visitaban a través de los espejismos de la memoria, que liberándose del tiempo traen alegrías y tristezas a las desoladas tardes. Soñaba con encontrarla de nuevo, poder visitarla en su casa. Soñándola, el horror de los descomunales ojos desaparecía, la duda entre lo real y lo ilusorio ya no me abrumaba más. Si conocí esa noche, en efecto, la sombra de Lucio es algo que poco me importa al contrastarlo con el deseo de la presencia de la jovencita. Tal era la fuerza de este que salía a tomar un paseo en las tardes para verla de nuevo, para provocar un encuentro afortunado. Atravesé las calles, las quebradas y los senderos del bosque y no la hallé, no la hallé por un largo tiempo, durante el que la desesperación romántica derrumbaba mi temple y comenzaba a deformar mi carácter. Por el angustioso dolor reconocía mi hechizado enamoramiento.
La afortunada casualidad de uno de mis paseos de la tarde, sin embargo, condujo tanto a la fascinación como al terror. Había caminado a lo largo de las calles, escabulléndome por escaleras y callejones mientras el día iba palideciendo en el atardecer y la temprana noche. Bajo las primeras crepitaciones de las luces nocturnas en las calles se desplegaba mi sombra y entre esos muchos soles sobre tallos de concreto la forma de las casas desaparecía y la longitud de las calles se hacía imposible de conjeturar. Seguí caminando bajo la noche, bajo el signo de mi soledad y desesperación. Sin si quiera sospecharlo, advertí la presencia de dos figuras, de dos cuerpos, el uno esbelto y definido, el otro desgarbado y borroso, que caminaban en la lejanía de mi espacio visual, yéndose juntos, en amistosa compañía. Por supuesto que en cuanto los vi ya había conjeturado y mi certeza era la causa del silencioso movimiento que ahora emprendía. Quería alcanzarlos sin que se percataran de que los acechaba como un gato a un par de aves. Dos pájaros de un solo tiro iban a caer: por un lado, recuperaría en mi corazón la presencia de la jovencita, la imagen que le devolvería lo vivo a mis días; quedaría satisfecho, por el otro, el misterio del rostro y los ojos de Lucio, el pianista para el que la luz del día estaba prohibida.
Ya tan cerca estaba de ellos, a una distancia tal que un disparo de escopeta no podría fallarse, que caminaba sobre la cabeza de sus largas sombras recostadas sobre la mustia calle. Llevó hasta sus oídos una brisa serena mi voz que saludaba interrumpiendo una conversación. Primero volteó ella y, sonriendo con timidez, oculta entre sus cabellos, vino hasta mí. El otro permaneció de espaldas, envuelto su cuerpo rechoncho y corto entre un abrigo que hasta los tobillos le llegaba, sumido su cráneo bajo un sombrero negro y alargado y doblegado su torso por una joroba de dromedario enano. Ella lo llamó para que se acercara y, entonces, conocí su rostro sin luz y sus manos terribles. Como los brazos de las que brotaban, estas eran gigantescas y famélicas, bañadas por la inteligencia natural del músico, pero con unos dedos larguísimos y tiesos enroscados sobre sí que semejaban las ramas de un chamizo y cuyas puntas finalizaban en unas ennegrecidas uñas. Pero fue aquel, su rostro, lo que en verdad me estremeció: la piel, como la de las manos, era recia y arrugada, dura como el cuero de un caimán, pero henchida de un gris pálido como el de los rinocerontes; las cuencas de los ojos eran abismales y estos eran más bien esferas pequeñas, abiertas hasta su límite, cuyas pupilas dilatadísimas provocaban una miraba penetrante y demencial, aguda y alucinada; de la nariz aguileña y torcida se escurría un bozo negro del cual, a su vez, se desprendían unos labios amarillentos y asimétricos, en forma de Z, que ocultaban unos dientes verdosos, separados y de los que ninguno estaba en su lugar, hecho que causaba la imposibilidad de la sonrisa. Era casi ridículo sugerir que este monstruo pequeño fuese el hermano mellizo de aquella jovencita. Eran la luz y la sombra, ella un ángel y él un árbol viejo: de una llegaban vientos frescos hasta mi corazón que se alegraba; del otro se extendía la negrura y el vértigo de la noche hasta mis entrañas, que se retorcían entre la confusión y el horror.
Mi presencia fue inconveniente, pues suscitaba el fastidio y la ansiedad en Lucio y esto incomodaba un poco a la joven, que luego de presentarme a su mellizo me dijo que ya iban de regreso a la casa y que podía acompañarlos si quería. No lo dudé un segundo. Acepté y caminamos sin pronunciar muchas palabras, sin recuperar la conversación que con mi presencia se había perdido. Lucio no emitió un solo ruido, una sola oración y a cada instante iba alejándose, ora hacia delante tal vez para no estar cerca de mí, ora hacia atrás, tal vez para vigilarme. Aunque me importaba poco agradarle a Lucio, sí quería conocerlo, por lo que traté de hablar de música, sobre pianistas, sobre Bach y Chopin, pero no hubo ninguna respuesta de Lucio, antes bien, todo lo que le preguntaba era siempre contestado por su hermana con cierta prisa, con cierto deseo de que cerrara la boca y, entonces, así lo hice. Cuando estábamos llegando a la casa, tres o cuatro gatos aparecieron de entre la penumbra y corrieron hacia la casa aterrorizados por Lucio, que iba unos pasos delante de nosotros. Pronto él atravesó el pórtico y antes de perderse por la puerta, desde donde la nana nos vigilaba como un centinela, grité “¡Hasta mañana, Lucio!”. Ni si quiera volvió la mirada sobre mí. Ella y yo nos quedamos frente a la verja, primero mirándonos y, luego, conversando un poco sobre lo que había ocurrido. La nana, sin embargo, no dejaba de observarnos, de condenarnos con su maldita mirada. La jovencita se disculpó por el comportamiento de su hermano, asumiendo una carga que nadie le exigía; después me explicó que Lucio era un ser temido y solitario, que sufría el encierro que sus padres le imponían por vergüenza y para no deshonrar a la familia. La única por la que reconocía amor era su hermana, la única que no lo repudiaba, la única que aun en su deformidad podía quererlo. Lucio pasaba la jornada encerrado en su habitación, oculto para las visitas y para los amigos de la familia, tocando su piano y mirando a través de la ventana la mudez de los hechos, de los cerros, de los árboles, de la gente que lo ignoraba. A penas se le permitía conocer por una hora el mundo nocturno, el de la desolación y el aislamiento, el único que, dadas las circunstancias, le era comprensible.
Desesperada por la tardanza de la joven, la nana la llamó gritando su nombre y amenazas en su contra. Antes de que se fuera le pregunté si nos veríamos pronto, si quería caminar por el cerro o por la calle y, entonces, le confesé que no podía olvidarla, que estaba siempre en el caos de mi alma. Desapareciendo entre el jardín y el pórtico dijo que sí y luego la nana cerró la puerta de un golpe y yo sentí frío. Como algo me observaba desde un ventanal del segundo piso preferí largarme con rapidez, sin cuestionar ni la realidad ni la naturaleza de esa mirada.
La joven y yo comenzamos a vernos con cierta frecuencia para caminar o para descansar, para hablar o para mirarnos en eterno silencio. Ordenábamos el mundo para que nuestro encuentro fuera posible y los otros hechos nos eran superfluos. Nos encontrábamos casi siempre en las tardes y nos consumía la fuerza del rojizo crepúsculo, del arrebolado oleaje del cielo y las nubes. Nos reuníamos para observar, se encontraban nuestros espíritus con la razón primordial de lograr una disposición contemplativa superior. Una que otra vez, paseábamos junto a Lucio en la noche: él en la lejanía, atrás o adelante y ella y yo cada vez más cerca. Mientras estaba adelante, yo sabía que Lucio se esforzaba por escucharme, por desentrañar el sentido de mis palabras y decidir si el amor de su hermana hacia mí valía algo o era una pérdida de tiempo; y mientras estaba detrás , yo sabía que clavaba su mirada sobre mi espalda con una clara intención homicida. En mí una parte de los pensamientos estaba siempre plena y alegre, llena de amor por la joven; la otra parte sufría el vértigo ante el abismo de Lucio, siempre aterrorizada, esperando con espanto su voz y sus lánguidos movimientos. Pensaba, entonces, que esas manos descomunales podrían asfixiarme con facilidad, que las manos del pianista y el asesino son las mismas.
El tiempo, las semanas y los meses hicieron que la joven comenzara a dedicar más horas de su jornada a mi compañía. Nuestros paseos de la tarde fueron prolongándose más y más, extendiéndose hasta la noche. Hubo paseos en los que ella por completo se olvidaba de Lucio y él, entonces, tenía que caminar desolado, con tristeza terrible o, lo que era peor, extendía su encierro, que lo hacía miserable y lo sumía en el tedio natural de toda existencia.
A veces en nuestras caminatas, ya de noche, cuando los rostros no se dejaban distinguir con facilidad, nos encontrábamos a Lucio, cuya mirada de odio caía primero sobre mí y luego se desviaba con menor violencia hacia su hermana. Sin esforzar si quiera un poco la voz, sin repetir las palabras de su mente, los insultos que no escuchábamos, se desviaba ignorando las invitaciones de la hermana para que se quedara con nosotros. La soledad de Lucio se hizo tan soportable que incluso en una ocasión lo pillamos tomando con sigilo un paseíto nocturno en compañía de la nana. Cuando nos descubrió, su rostro se llenó de gestos de vergüenza y yéndose, por un largo tiempo yo no volví a verlo ni en las calles ni en los cerros. Lucio sentía el abandono y, en efecto, había sido abandonado. Su hermana, sin embargo, aún lo seguía queriendo.
No pocas veces ocurrió que Lucio, sumido en su desesperanza y en su solitaria furia, nos seguía a la joven y a mí para vigilarnos y para espiarnos y, después de todo, para no prolongar su encierro. Nos siguió unas veces hasta los cerros, otras hasta las quebradas. Trataba de ser sigiloso, mas su torpeza y mi suspicacia siempre lo delataban. Mi joven amada nunca lo vio espiándonos y yo nunca quise decirle, pues no quería delatar a Lucio, no quería herirlo más. Al fin y al cabo yo también era causa de su dolor y de su abandono. A veces me acosa el arrepentimiento por nunca haberle dicho nada a la joven hermana.
Caminábamos una tarde rojiza y arrebolada como todas las tardes afortunadas hacia el cerro para ver el crepúsculo, pues era semejante al de la tarde en que por primera vez la vi. Llegamos a la roca gigantesca, al huevo de piedra y allí el rojo del firmamento, su sanguinolencia inocente, nos atrapó con su augurio y su belleza. La oscuridad fue emergiendo con lentitud, rodeándonos como un sueño aletargado de sopor a los ojos del durmiente. Si hablamos, nada tuvo importancia. En la noche, sobre la roca, bajo el ambarino de la luna, conocí el cuerpo de mi amada y a través de él, su amor, su amor de mujer. La conocí con el tacto por sobre la vista, pues estaba muy oscuro. Las manos también son unos ojos.
Cuando ya nos íbamos, oí un ruido familiar entre las hojas alrededor, un ruido que había estado oyendo desde hacía un buen rato, quizás incluso desde la caída de lo nocturno. Era el sonido de unos pasos que quebraban las hojas sobre el suelo. De un lado a otro, siguiendo las sombras con los ojos, buscaba entre los árboles hasta que a través de un halo de luz de luna que bañaba tenuemente todo alrededor reconocí esa mirada abismal y esa figura monstruosa que me observaba siempre desde el ventanal del segundo piso. Lucio nos había vigilado desde los árboles. En cuanto yo lo vi, él desapareció con sutileza.
Esa noche la joven y yo nos prometimos encontrarnos de nuevo sobre la roca gigantesca a la tarde siguiente, con el surgir de la noche tras el crepúsculo, para que la repetición fijara el recuerdo y así la experiencia.
Salí de mi casa al siguiente día como a las seis cuando ya todo el barrio se estaba consumiendo en la negrura de la noche y las casas resurgían de la oscuridad por medio del alumbrado público, que consigo traía las sombras y las siluetas de los caminantes. Seguía el sendero que había decidido. Iba hacia el cerro a encontrarme con mi amada cuando en una calle me topé con Lucio, que se me apareció detrás de un roble sobre la acera. Fue entonces esa la primera vez que pude oír su voz. No podría decir que la escuché. Las palabras salían de sus intestinos y en la enrevesada boca se atascaban. Me preguntó si podía caminar conmigo hacia donde mi destino fuere, solo me seguiría. Mi estupefacción fue de suma inconveniencia: perdí toda lucidez, mis huesos estaban más tiesos y mis carnes más gélidas. Decidí que Lucio me acompañara hasta la roca para que allí su hermana decidiera qué hacer con él, pues con respecto a un ser de naturaleza grotesca nunca hay forma adecuada de proceder. Qué podría decirle yo que hiciera.
Nos metimos en las faldas del bosque, allá en los cerros, en la lejanía de lo nocturno, en el silencio de los árboles y seguimos el sendero juntos, Lucio adelante y yo atrás, como si fuera él quien me guiaba hacia ella, hacia mi amada. No dijimos una sola palabra durante el camino. Solo oí los gemidos de dolor de Lucio, pues cojeaba y el sendero era difícil. Pronto llegamos a la roca.
Desde cierta distancia vi el cuerpo de mi amada, arropado bajo su vestido y bañado por la ambarina luz de Luna, que caía sobre sus carnes, arrellanadas sobre la piedra en un descanso profundo. Llegamos hasta ella y mientras Lucio me observaba, los horrores me tumbaron de un espasmo: caí de rodillas ante el cuerpo de mi amada, cuerpo que era incapaz de tocar, para no despertarla de su ensoñación eterna, de esa noche sin final que sus ojos cerrados veían. Sobre su cuello tenía unas marcas provocadas por unas manos grandísimas y unos dedos filudos. Ella estaba, por lo demás, intacta, sumida en una ligereza indescriptible. En su rostro brillaba un gesto de absoluta imperturbabilidad e inteligencia, que era el gesto de su belleza. La veía por última vez como la había visto la primera. El origen de mi horror era incierto, pero el cuerpo de mi amada solo causaba fascinación. Lucio me dijo, entonces, “ella aún puede despertar, dime qué quieres hacer”. Esa noche la enterramos, perpetuando su sueño inmortal.